Resiliencia y comunicación

Publicado en el Diari de Tarragona el 12 de marzo de 2020


Una de las palabras que se han puesto más de moda durante los últimos tiempos es el término resiliencia, un mainstream vinculado a la psicología que se aplica cada vez más a sujetos complejos, como organizaciones empresariales o comunidades de ciudadanos. Así, entendemos que un grupo de personas es resiliente cuando demuestra una gran capacidad colectiva para adaptarse a contextos adversos o para sobreponerse a eventos críticos.

Durante los últimos meses hemos debido enfrentarnos a dos situaciones que nos han puesto a prueba desde esta perspectiva: hace un par de meses, un grave accidente industrial en la empresa IQOXE obligaba a poner en marcha los sistemas de emergencia química previstos en la comarca; y desde hace unas semanas, el aterrizaje del COVID-19 en nuestro continente ha servido como piedra de toque para verificar nuestra aptitud colectiva para hacer frente a una crisis sanitaria de gran envergadura.

En mi opinión, ambos sucesos han puesto en evidencia una capacidad de respuesta manifiestamente mejorable. El primer caso, al margen de los errores cometidos a nivel preventivo, puso al descubierto un protocolo de comunicación disparatado que generó inquietud entre la población y multiplicó su desconfianza frente a la industria química y, sobre todo, frente a la capacidad protectora y coordinativa de las propias autoridades. El segundo ha provocado un alud de información, recibida frecuentemente como contradictoria, que ha divido a la ciudadanía en dos grupos diferenciados: el sector “vamos a morir”, que ha interiorizado el peor de los escenarios gracias a una interpretación catastrofista de las notas de la Organización Mundial de la Salud; y el sector “menuda tontería”, que ha puesto su fe en los mensajes políticos apaciguadores y las teorías conspirativas en torno a la industria farmacéutica, comparando el coronavirus con una vulgar gripe.

El avance de la epidemia, declarada ayer pandemia global por la OMS, parece demostrar que una justa evaluación de la situación debería situarnos en un punto intermedio. Ni estamos asistiendo al primer cuarto de hora de una película de desastres, cuando los futuros damnificados todavía no son capaces de atisbar la plaga devastadora que acabará con la vida sobre la Tierra; ni nos encontramos ante un catarro con pretensiones, que pasará de largo como si tal cosa. Si aparcamos a ese pequeño Nostradamus que todos llevamos dentro, sólo podemos contrastar lo que ya está sucediendo en otros lugares que han iniciado este proceso unas semanas antes que nosotros, y que nos obliga a concluir que básicamente nos enfrentamos a un inminente colapso temporal del sistema sanitario.

Efectivamente, atendiendo a la experiencia china e italiana, el problema médico al que nos enfrentamos es más cuantitativo que cualitativo. Aunque cada fallecimiento es siempre un drama, los especialistas insisten en que el índice de mortandad del COVID-19 no es llamativamente elevado, pero se contagia a tal velocidad que provocará un significativo número de pacientes que requerirán atención médica de forma simultánea, saturando nuestra red de salud. Y esta multiplicación de la demanda obligará durante semanas a responder a unas necesidades desorbitadas con los recursos habituales, colocando a los profesionales de la medicina en la difícil tesitura científica y ética de elegir a quién se atiende primero, a quién después, y a quién quizás nunca. Esta realidad inexorable no significa que padezcamos un sistema deficiente, sino que un modelo de servicio continuo jamás puede dimensionarse para absorber situaciones extraordinarias. Aunque pueda resultar duro, lo contrario sería grotesco e insostenible.

Pero, ¿qué tiene que ver este reto de gestión sanitaria con el desabastecimiento de productos básicos? Absolutamente nada. Sin embargo, esta semana ya se han producido algunos episodios de vaciamiento de supermercados en diversas ciudades de nuestro entorno. Yo mismo fui a hacer mi compra semanal el pasado martes, y en toda la gran superficie no quedaba una sola bandeja de carne. Apenas pude encontrar algo de fruta y verdura. Este penoso episodio, además de evidenciar la histeria e insolidaridad de algunos de nuestros convecinos, es un simple ejemplo que pone sobre la mesa la importancia que adquieren las políticas de comunicación para poder responder colectivamente a contextos adversos de forma óptima. Es decir, para mejorar nuestra resiliencia.

Por un lado, la multiplicidad de fuentes informativas presuntamente autorizadas, con mensajes que transmitían percepciones de riesgo aparentemente incompatibles, no ha ayudado a serenar los ánimos. En efecto, la falta de un discurso unificado entre los responsables de los diferentes organismos, estados y regiones ha favorecido que cada individuo se haya agarrado a la versión más acorde con su propia idea preconcebida. Por otro lado, la divergencia de actitudes gubernamentales y mediáticas ha promovido la multiplicación de fake news en las redes sociales, un fenómeno inevitable pero mitigable cuando todas las fuentes supuestamente rigurosas se alinean en un mismo sentido. En tercer lugar, sospecho que pronto volveremos a abochornarnos viendo a nuestros políticos utilizando torticeramente la información sobre esta crisis para flagelar al adversario: unos atribuirán el colapso sanitario a los recortes de Rajoy, y otros a la incompetencia de Sánchez. Por último, numerosas televisiones públicas y privadas no han resistido la tentación amarillista de ofrecernos una puesta en escena postapocalíptica de esta epidemia. Sin duda, la competencia en el mundo de la información es brutal, pero alguien debería recordar a algunos periodistas que un par de puntos de share no justifican una estrategia basada en jugar con los miedos de la ciudadanía. Responsabilidad, por favor.

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