Hacia una globalización diferente

Publicado en el Diari de Tarragona el 29 de marzo de 2020


¿Quién debe decidir sobre cada cuestión? ¿Cuál es el foro idóneo para analizar cada tema? ¿Qué estrato institucional debe llevar las riendas en cada asunto? Estas preguntas, sencillas de plantear pero imposibles de responder de forma categórica, esconden gran parte de los conflictos que marcan las actuales dinámicas políticas, dentro y fuera de nuestras fronteras.

Todavía hoy seguimos siendo herederos del concepto de ‘Estado nación’ surgido en el tratado de Westfalia, a mediados del siglo XVII, tras la guerra de los Treinta Años. Fue entonces cuando el modelo feudal cedió el testigo a organizaciones territoriales caracterizadas por unas fronteras definidas y un gobierno unificado y soberano. La conformación dinámica de estas estructuras fue el fruto mestizo de los intereses del poder y una cierta idea de la identidad colectiva, entendida como agregado de características compartidas: un pasado común, una etnia, una lengua… La historia siguió avanzando de forma inexorable (monarquías absolutas, democracias burguesas, estados fascistas, regímenes comunistas), pero este esquema de conformación geopolítica y consolidación del poder sobrevivió, de forma más o menos estable, hasta mediados del siglo XX.

Aunque siempre ha existido la percepción de que el Estado no es siempre el sujeto idóneo para detentar el poder en todos los ámbitos, esta idea se ha ido generalizando en un proceso tendente a implementar cierta cosoberanía, desarrollada en un doble sentido: hacia abajo (la descentralización es un principio asumido por cada vez más naciones, tanto desde la perspectiva regional como municipal) y hacia arriba (desde el final de la II Guerra Mundial hemos visto nacer poderosas estructuras supraestatales en el ámbito de la defensa -OTAN, Pacto de Varsovia-, la economía -Mercosur, NAFTA-, las relaciones internacionales -ONU, UE-, etc.) Todos hemos entendido que determinados asuntos domésticos pueden ser mejor gestionados por entidades locales que gocen de cierta libertad de actuación, y que existen temas de naturaleza y desarrollo transnacional que no pueden ser abordados eficazmente por los estados de forma autónoma.

Entre estos últimos, sin duda, destacan los retos medioambientales, que durante los últimos tiempos han adquirido un protagonismo inédito en la agenda política global. Puede que la catástrofe de Chernobyl fuera el hito histórico que marcó un antes y un después en la forma de abordar estas cuestiones, al quedar empíricamente demostrado que determinados problemas no conocen fronteras. Desde entonces, las amenazas climáticas derivadas de nuestro modelo de crecimiento han hecho saltar las alarmas en la mayoría de sedes gubernamentales, al constatarse que el calentamiento del planeta y sus devastadores efectos han dejado de ser una teoría, para convertirse en una inquietante evidencia científica. De hecho, estas últimas décadas se han puesto en marcha diferentes foros para lograr estrategias compartidas en este ámbito, pero el hecho de ser herramientas no vinculantes favorece que sus objetivos terminen convertidos en papel mojado, como sucedió en la reciente Cumbre del Clima de Madrid. ¿Tiene sentido que los estados mantengan su soberanía en cuestiones que nos afectan a todos, como el medioambiente?

Algo parecido está sucediendo con la crisis del Covid-19. En efecto, pocos acontecimientos tienen un carácter más esencialmente global que una pandemia planetaria, pero la respuesta a esta hecatombe sanitaria se ha dejado en manos de cada país. Y así, la ciudadanía no sólo está viendo depender su supervivencia del buen o mal criterio de sus propias autoridades, sino también de la cordura de los gobernantes de sus vecinos. Y así nos encontramos con iluminados como Boris Johnson (inicialmente partidario de escampar una enfermedad que él mismo ha terminado contrayendo), furibundos defensores de un economicismo inhumano como Donald Trump (cuya suicida decisión de poner la economía por delante de la salud puede provocar una tragedia en EEUU) o simples imbéciles como Jair Bolsonaro (que esta misma semana seguía afirmando que el coronavirus no es más que un simple "resfriadinho o gripecinha"). ¿Tiene sentido que la gestión de una pandemia global quede al albur del populismo local de turno?

El silencio que ha atronado de forma más ensordecedora durante estos días ha sido el de la UE. Resulta difícil imaginar una circunstancia más propicia para demostrar que el club europeo no se concibió como un simple zoco de mercaderes, pero las autoridades comunitarias ni siquiera se han planteado liderar la lucha contra el Covid-19. Rompan filas y cada uno que se apañe. Ni siquiera está siendo posible acordar una ayuda a los países más golpeados por la pandemia, tras el veto de Alemania y Holanda, desde donde se nos acusa de atender a personas “demasiado viejas”. No es una novedad. Hace años que la Unión Europea viene mostrando una preocupante incapacidad para desarrollar una política exterior común, una respuesta unitaria a la crisis de los refugiados, una coordinación razonable en materia judicial… ¿Por qué no nos dejamos de tonterías y volvemos a llamarnos CEE?

Sería conveniente aprovechar los dramáticos efectos que provocará la pandemia del coronavirus para abordar una reflexión compartida sobre la idea de globalización a la que aspiramos. Si este proceso se limita a generar unas dinámicas económicas que beneficien a los de siempre, los populismos acabarán arrasando en panorama político occidental. El mundo es cada vez más pequeño, y ya va siendo hora de dotarnos de unas estructuras de gobernanza supranacionales con verdadera capacidad ejecutiva, que contrapesen el creciente poder de las grandes corporaciones, y que permitan abordar con eficacia los retos comunes: políticas medioambientales, programas de salud, protección de los derechos humanos y sociales, grandes migraciones… El planeta no debe ser sólo una gran tienda, sino también nuestra casa común.

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