El discurso del rey

Publicado en el Diari de Tarragona el 22 de marzo de 2020


El poco edificante recuerdo de Juan Carlos I ha sufrido estas semanas el impacto de una nueva andanada de informaciones que pueden hundirlo definitivamente. Todo comenzó a principios de marzo, cuando la Tribune de Genève destapó la investigación suiza sobre una cuenta controlada por el padre de Felipe VI, abierta a nombre de la fundación panameña Lucum. Fue allí donde el soberano saudí Abdullah ingresó 100 millones de dólares, 65 de los cuales acabaron en manos de la ‘amiga entreñable’ del rey emérito, Corinna Larsen. La fundada sospecha de que este dinero procedía de una comisión ilegal, abonada a Juan Carlos I por su intermediación en la adjudicación del AVE a la Meca, obligó a Zarzuela a responder con urgencia. La Casa Real comunicó oficialmente que el actual monarca renunciaba a cualquier herencia que pudiera recibir de su padre (un acto jurídico que, por cierto, es legalmente imposible en España), y le retiraba su asignación anual de 200.000 euros. El golpe parecía esquivado.

Sin embargo, desde entonces, las noticias relacionadas con este turbio asunto no han dejado de acumularse. Por un lado, el acoso de la fiscalía helvética ha empujado a la antigua amante de Juan Carlos I a contraatacar, denunciando al CNI ante la justicia y la prensa británicas por amenazarla de muerte. Poco después, descubrimos la existencia de una segunda fundación que ocultaba patrimonio del rey emérito en Liechtenstein, llamada Zagatka, gracias a las investigaciones de The Telegraph (por cierto, escandaliza el escaso interés o talento de la prensa española a la hora de fiscalizar las actividades vinculadas a la Jefatura del Estado). Fue este mismo medio quien hizo público que Felipe VI era uno de los beneficiarios de los fondos de estas fundaciones, una circunstancia que el actual monarca conocía desde hace un año, cuando se lo comunicó el bufete británico Kobre & Kim, abogados de Corinna.

Los aficionados a la conspiración mesetaria sostienen que el actual inquilino de la Zarzuela ha utilizado la crisis del Covid-19 para pasar página del escándalo, aprovechando que la ciudadanía tiene la mente centrada en un asunto mucho más grave y acuciante. Podría ser, aunque me inclino a pensar que la explosión de este pozo negro en estos días ha sido el simple fruto de las actuaciones de la fiscalía suiza y las revelaciones periodísticas. Observando la forma en que Felipe VI gestiona los innumerables escándalos de su padre, me recuerda a uno de esos equilibristas orientales que mantienen una serie de platos suspendidos sobre varillas que giran sin cesar, corriendo de uno a otro para que no terminen estallando contra el suelo. Pero el monarca está ya exhausto, porque los platos se multiplican cada día. Creo que han sido tres los errores cometidos en la gestión de esta última crisis.

Por un lado, los estrategas de la Casa Real apostaron por ocultar esta información hasta que el asunto ya aparecía en las portadas de los periódicos. En marzo de 2019 todo el planeta conocía ya la talla ética del anterior Jefe del Estado, y en los tiempos que corren no hay secreto que pueda ocultarse eternamente. En este sentido, una política de comunicación de trinchera, reconociendo la carta de los abogados londinenses cuando el escándalo ya era público, pero alegando que estas fundaciones no eran un asunto del actual monarca, no parece la mejor de las estrategias. En estas circunstancias conviene recordar a Valle-Inclán, cuando afirmó que “los españoles han echado al último Borbón, no por rey sino por ladrón”.

En segundo lugar, sorprende la enorme torpeza con que la Casa Real está desperdiciando la oportunidad histórica que le está brindando la crisis del Covid-19 para ofrecer una imagen más útil y cercana de Felipe VI. Resulta incomprensible la tardanza en programar su primer discurso a los ciudadanos, cuando éstos llevaban ya varios días confinados y los muertos se contaban por centenares. Habría sido mejor escarmentar en cabeza ajena recordando la tragedia de Aberfan, cuando Isabel II se negó durante días a visitar el pequeño pueblo galés que resultó arrasado por un accidente minero, segando la vida de 144 personas, la mayoría niños. Aquella falta de empatía con el pueblo británico persiguió a los Windsor durante décadas.

Y por último, el mensaje del pasado miércoles sólo puede ser calificado de decepcionante para quienes creen que la transparencia debe ser una de las señas distintivas de una monarquía moderna. Las caceroladas organizadas en protesta por los oscuros negocios relacionados con la Zarzuela evidencian la brecha abierta entre una parte significativa de la ciudadanía y una familia marcada por el escándalo. Ciertamente, convendría saber quién decidió que Felipe VI no dedicara una sola palabra de disculpa por este espinoso asunto, reduciendo el discurso a una vaga secuencia de frases hechas, que podría haber pronunciado el gobernador de Arkansas o de Kamchatka.

En los tiempos que corren, de una casa real europea no se espera la organización de fastuosas fiestas e interminables desfiles, sino la garantía de ofrecer una buena carta de presentación en el exterior, una empatía palpable con la realidad que vive diariamente la población, y una imagen intachable y cristalina en sus actividades públicas y privadas. Lamentablemente, la actual familia real está fallando en los tres aspectos, convirtiéndose en el bochornoso hazmerreír del continente por los despropósitos de Juan Carlos I, llegando tarde y mal cuando gran parte de la ciudadanía habría agradecido su presencia, y mostrando una recurrente opacidad en la gestión de sus escándalos que induce a la desconfianza. Los cambios de régimen frecuentemente se asocian a algún tipo de crisis. Y ahora estamos viviendo una tremenda. Ojo.

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