¿En qué hogar?

Publicado en el Diari de Tarragona el 26 de marzo de 2020


Aunque su veracidad es discutida, una de las anécdotas más conocidas de los prolegómenos de la Revolución Francesa fue la respuesta de Maria Antonieta a las demandas de pan por parte de las turbas hambrientas y desesperanzadas. “Pues que coman pasteles”, contestó presuntamente la esposa de Luis XVI, quien poco después compartió con su marido el afeitado más rasurado de la historia. En realidad, la persona que probablemente pronunció “Qu'ils mangent de la brioche” fue la reina Maria Teresa, cónyuge de Luis XIV, durante una hambruna acaecida un siglo antes de la toma de la Bastilla.

En cualquier caso, lo relevante de esta desconcertante respuesta no es su autoría, sino lo que denota. Apuesto a que la monarca responsable de este desafortunado comentario, fuera quien fuera, no lo dijo con ánimo desconsiderado o ultrajante, sino con la ingenuidad culpable del privilegiado que da por hecho el acceso universal a todo aquello que a él le sobra. En cierto modo, la escena se ha repetido a raíz de la pandemia del Covid-19, cuando los ministerios de Sanidad e Interior decretaron que toda la población debía recluirse en sus casas. Tuvo que pasar un tiempo para que las autoridades se percatasen de que existen ciudadanos, muchos más de los que imaginamos, que no tienen un hogar en el que confinarse.

Afortunadamente, esta crisis sanitaria está demostrando la capacidad de nuestra sociedad para responder colectivamente a uno de los retos más exigentes a los que se ha enfrentado en las últimas décadas, tanto desde el sector público como el privado. Por ejemplo, a nivel local, el ayuntamiento de Tarragona ha habilitado el pabellón del Serrallo para acoger a cincuenta personas sin techo mientras dure el confinamiento forzoso. Se trata de una iniciativa colaborativa entre el consistorio y la Cruz Roja, donde el primero ha cedido las instalaciones y la segunda se ha hecho cargo del montaje y la gestión del espacio.

Por otro lado, en nuestra ciudad tenemos el privilegio de contar con una entidad específicamente dedicada a ofrecer a las personas sin hogar un lugar donde dormir: la Fundació Bonanit. La situación excepcional que estamos viviendo ha exigido alterar la forma en que gestiona su ayuda, pues los protocolos sanitarios de distancia imponen reducir a un tercio las camas que ofrece en su albergue de la Part Alta. Sin embargo, esta entidad ha realizado un esfuerzo suplementario en las pensiones con las que colabora, logrando así veintidós plazas disponibles en total. Además, se ha ampliado la prestación que dispensa, pues las personas sin techo podrán permanecer todo el día en sus habitaciones mientras continúe el encierro, y no sólo durante la noche, como suele ser habitual.

Aun así, debemos abrir el foco ante una pandemia de carácter indudablemente global, que tiene efectos devastadores en otros lugares del mundo, vinculados también a la carencia de un hogar en el que recluirse. El caso paradigmático es la crisis humanitaria que actualmente se está viviendo en el campo de refugiados de Moria, en la isla griega de Lesbos. Veinte mil personas se encuentran allí atrapadas, en tiendas de campaña amontonadas y atestadas, a poca distancia de unas poblaciones donde ya comienzan a detectarse casos de infección por coronavirus. En este contexto, hablar de confinamiento en los hogares y distancia social es una broma de mal gusto. La población del campo supera seis veces su capacidad, las condiciones médicas e higiénicas son lamentables, la basura se acumula entre las tiendas, el personal que gestionaba la instalación ha dejado de acudir, y el pánico comienza a extenderse entre los refugiados. Las visitas se han prohibido, las autorizaciones de salida se han reducido a la mínima expresión, y la Unión Europea colabora con el gobierno heleno en el diseño de un plan de emergencia para evitar una catástrofe sanitaria.

Existen también otras personas, cerca de nosotros, para quienes el enclaustramiento supone un problema realmente grave. Pensemos, por ejemplo, en las mujeres que sufren violencia en el ámbito familiar, angustiadas ante la exigencia de permanecer recluidas en un espacio reducido con su potencial agresor durante semanas, en un ambiente especialmente tenso por el aislamiento. Tienen una casa, pero no un hogar. Se han reforzado las líneas de atención telefónica a este colectivo, pero serán muchas las mujeres aterrorizadas que no se atreverán a realizar esa llamada desde el mismo piso donde conviven con quien las amenaza. Cualquier medida extraordinaria que implementen las administraciones para ayudar a este colectivo será de agradecer.

Ciertamente, contemplando este panorama, deberíamos avergonzarnos por las quejas que se nos escapan de vez cuando, simplemente porque se nos pide quedarnos en nuestro sofá viendo la tele. Somos protagonistas de un momento histórico que nos exige responsabilidad, solidaridad y civismo. Lamentablemente, vivimos rodeados de unos pocos vecinos irresponsables, insolidarios e incívicos, y por ello debemos respaldar y agradecer la contundencia de las fuerzas de seguridad frente a estos insensatos. Mostremos nuestro calor, nuestra cercanía y nuestra gratitud a los miles de personas que combaten esta crisis desde los hospitales, desde las farmacias, desde las entidades sociales, desde las comisarías, desde los supermercados… Un aplauso, una llamada, un mensaje… Son los héroes de este tiempo. Y hagamos caso, por favor, al presidente de la Cruz Roja en Catalunya, Josep Quitet: “ahora mismo, la mejor forma de voluntariado es quedarse en casa, y utilizar las redes sociales para difundir el mensaje de que la gente permanezca en sus hogares”. No es mucho lo que se nos pide a la inmensa mayoría de nosotros.

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