Lavarse las manos

Publicado en el Diari de Tarragona el 15 de marzo de 2020


Una de las muchas lecciones que nos está aportando la pandemia del COVID-19 es que, aunque suene a ciencia ficción, la demanda de un sistema de gobernanza mundial para la gestión de determinados temas comienza a ser una necesidad: fijación imperativa de políticas medioambientales, respeto a los derechos humanos, lucha contra el dumping fiscal, garantía de condiciones mínimas laborales, grandes migraciones… La globalización está reduciendo el tamaño del planeta día a día, y la coordinación internacional debe dar un salto acorde con los nuevos tiempos. No es éste el momento de abordarlo, obviamente, pero cuando pase la tormenta sería deseable agarrar este tema por los cuernos. 

Efectivamente, la crisis del COVID-19 es uno de estos temas que cada país está abordando equivocadamente por su cuenta y riesgo (en nuestro caso, incluso cada comunidad autónoma) sin entender que los microorganismos no tienen pasaporte. En este asunto, las decisiones tomadas por cada gobierno no sólo afectan a sus administrados, sino que tienen repercusiones relevantes más allá de sus fronteras, en un mundo cada vez más permeable e intercomunicado. Y precisamente por ello, sorprende la pasividad internacional ante la inquietante decisión británica de no hacer absolutamente nada frente al coronavirus. 

Incapaz de defraudarnos, el excéntrico Boris Johnson parece haber malinterpretado el consejo médico de lavarse las manos para afrontar esta crisis, y ha apostado por desentenderse del asunto. El Reino Unido no tomará ninguna medida de choque contra el COVID-19, pese a las durísimas críticas que se han multiplicado en los medios de comunicación y la comunidad científica. En Downing Street no quieren poner en peligro la economía con prohibiciones y confinamientos, dando por hecho que todos vamos a infectarnos antes o después. 

En cierto modo, podría decirse que al premier británico no le falta razón en este punto. Estos días hemos podido acceder a diversos modelos matemáticos referidos al avance de la pandemia, como el que acaba de difundir el Institute for Integrated Economic Research, donde se sostiene que el número real de infectados a nivel mundial es entre 55 y 100 veces superior a las cifras oficiales de recuento. Los cálculos estadísticos de esta institución suiza concluyen que, en el momento de publicar el estudio, el número de infectados en el planeta probablemente se estuviese acercando ya a los 10 millones. Y son cada vez más los profesionales de la medicina que pronostican que, en el plazo de tres o cuatro meses, más de la mitad de la población mundial habrá estado expuesta al virus, aunque el 90% apenas muestre la menor sintomatología. Si Johnson tiene razón, y todos acabaremos contagiados, ¿qué sentido tiene implementar medidas que nos sitúan en un escenario casi apocalíptico y erosionan seriamente la economía? Es aquí donde entran en juego dos factores que cuestionan la tesis del gobierno británico: el tiempo y la carga viral. 

En efecto, por un lado, el principal problema al que nos enfrentaremos durante las próximas semanas será un colapso del sistema sanitario, debido a la acumulación de pacientes de COVID-19 con necesidad simultánea de atención hospitalaria. Precisamente por ello, una difusión inmediata y rápida del virus, derivada de la carencia de medidas de aislamiento, provocaría que esta crisis de salud fuera mucho más crítica que si la inevitable propagación pudiese dilatarse en el tiempo. Y, por otro lado, una cosa es que probablemente todos acabemos contagiados por el coronavirus, y otra muy diferente que la intensidad de esta exposición sea irrelevante. Como advierten algunos profesionales de la sanidad, un contagio con una baja carga viral (un volumen escaso de virus introducidos en nuestro organismo) puede ser fácilmente respondido por nuestro sistema inmunitario, como sucede en una vacunación. Por el contrario, si la carga viral es elevada, las probabilidades de enfermar gravemente aumentan, y por tanto, también la necesidad de hospitalización. En este sentido, las medidas de aislamiento y distancia pueden reducir la carga viral de los contagios, y por ende, su impacto sobre las capacidades del sistema de salud. 

Tal y como explica David S. Jones en su artículo ‘History in a Crisis, Lessons for Covid-19’, que se ha publicado esta semana en el New England Journal of Medicine, el estudio de antiguas epidemias debería servirnos para afrontar la actual crisis con mayores probabilidades de éxito. Es cierto que existe un riesgo elevado de tomar medidas excepcionales frente a amenazas que luego no terminan de materializarse, como ocurrió con el virus H1N1 en 1976, 2006 y 2009. Sin embargo, tampoco debemos olvidar la eficacia demostrada por los estrictos controles en situaciones verdaderamente críticas, como la durísima epidemia de gripe que azotó Estados Unidos en 1918. Las ciudades que implementaron medidas restrictivas similares a las actuales frenaron la expansión del virus y redujeron la mortalidad de forma significativa, frente a las poblaciones cuyos responsables minusvaloraron la amenaza y prefirieron “lavarse las manos”. 

Durante las últimas semanas hemos asistido a errores garrafales de nuestras autoridades, como autorizar las marchas y concentraciones del 8M, o permitir que el coronavirus se expandiera desde la Comunidad de Madrid al Mediterráneo este fin de semana. Tiempo habrá para exigir las responsabilidades que correspondan. De momento, celebremos que vivimos en un país cuyos representantes estatales, autonómicos y locales se han tomado en serio la crisis sanitaria, aunque sea de forma tardía e incoherente. Ahora nos toca a nosotros someternos a las restricciones decretadas por el bien de nuestros mayores y de las personas que padecen un frágil estado de salud. Ojalá todos los grandes problemas pudiesen solucionarse quedándonos en casa viendo la tele... En la medida de lo posible, permanezcamos en nuestros hogares. Es una cuestión de civismo.

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