Globalización e identidad colectiva

Publicado en el Diari de Tarragona el 12 de enero de 2020


Puede que la Navidad sea una de las épocas del año en que resulta más evidente que somos hijos de una cultura que nos identifica colectivamente, compactándonos internamente en aquello que compartimos y nos diferencia de otras tradiciones. A este respecto, merece la pena escuchar las palabras que Boris Johnson dedicó a los británicos en el discurso navideño del pasado diciembre. Aunque son muchas las actitudes que cabe criticar en la forma de hacer política del nuevo premier, no puede negarse su capacidad para detectar las pulsiones que esconde la ciudadanía en su interior, especialmente cuando tocan la fibra sensible y afectan a sus emociones más profundas. Entre ellas, sin duda, se encuentra la preocupación ante el riesgo de perder la propia identidad colectiva, diluidos como estamos en un océano globalizador que lo arrasa todo. Porque, cuando todos somos lo mismo, en el fondo nadie es nada. 

El nuevo inquilino de Downing Street desgranó en su mensaje algunas costumbres británicas vinculadas con la Navidad, realizando una férrea defensa del núcleo cristiano de esta celebración con una falta de complejos que resulta desconcertante en el imperio del laicismo políticamente correcto que se ha instalado en nuestro país. Por si fuera poco, finalizó su discurso recordando a los cristianos que son perseguidos por sus creencias en diferentes países del mundo, comprometiéndose a defender su derecho irrenunciable a practicar libremente esta fe como uno de los objetivos centrales de su política exterior. 

La inquietud por el vaciamiento inmaterial colectivo es un fenómeno que avanza en paralelo al intento de crear una identidad neutra a nivel global. No es que valga todo, sino que se han impuesto unos nuevos mandamientos éticos y estéticos que pretenden desplazar las especificidades que definían hasta ahora la personalidad de cada pueblo. A este paso, dentro de poco todos vestiremos igual, todos comeremos lo mismo, todos interiorizaremos las mismas rutinas, todos viviremos en barrios indistinguibles, todos celebraremos las mismas fiestas, y todos soñaremos las mismas cosas. ¿Es mejor preservar lo que nos diferencia, o encalar todas las culturas bajo una misma tonalidad? Cada opción tiene sus ventajas. Por un lado, la variedad enriquece nuestras sociedades, nos fascina cuando salimos del entorno habitual, y hace que nos sintamos en casa en nuestro pequeño rincón del planeta. Por otro, la homogeneización diluye las causas de algunos conflictos, nos permite desenvolvernos sin dificultad en cualquier espacio, y acrecienta el sentimiento de ciudadanía universal. 

Precisamente me vino a la cabeza el discurso de Boris Johnson el día de Sant Esteve, mientras paseaba por el centro de Tarragona, al darme cuenta de que las luces que han adornado nuestras calles durante estas fiestas no reflejaban ningún simbolismo navideño. Casi todas eran abstractas, quizás por un sentido de la aconfensionalidad que sólo en contados lugares se entiende de una forma tan ridícula como aquí, o quizás por la necesidad de someternos a la corrección política que prohíbe cualquier referencia cristiana en público para no ofender a quienes no comparten estas creencias. Precisamente, hace unas pocas semanas, un profesor de primaria me comentaba las protestas de un padre ante determinados símbolos católicos que se repartían por el colegio. Lo disparatado del caso es que se trataba de un centro concertado de inscripción voluntaria, ¡y que dependía directamente del Arzobispado! También recordé esta controversia el día de Año Nuevo, cuando caminaba por el vitoriano parque de la Florida, que desde hace más de medio siglo luce un espectacular nacimiento con más de trecientas esculturas de tamaño natural financiadas mediante cuestación popular. Mientras recorría los caminos, grutas y fuentes de este bello parque romántico del siglo XIX, me preguntaba cuánto tiempo habrá de pasar antes de que algún tipo exija que sea desmontado por atentar contra la laicidad del espacio público. 

Sin duda, durante las últimas décadas nuestra sociedad ha dado un paso de gigante en su proceso de internacionalización (aprendiendo idiomas, viajando por el mundo, operando en todo el planeta) y también en su capacidad para respetar y apreciar la diversidad (interiorizando el mestizaje consustancial a las sociedades contemporáneas, flexibilizando nuestro modo de hacer las cosas para que los venidos de fuera se sientan mejor acogidos, y amoldando nuestras costumbres a esta nueva idiosincrasia). Sin embargo, esta necesaria y positiva actitud de convivencia con otras realidades culturales no puede identificarse con la renuncia al propio acervo material e inmaterial. 

Efectivamente, constituye un error identificar la correcta gestión del fenómeno migratorio con la necesidad de insustancializarnos. Si cualquiera de nosotros decide trasladarse a EEUU no pretenderá cambiar la forma en que se celebra Halloween, ni el Kanbutsue si va a Japón, o el Mouloud si se instala en Dubai. Y no lo hará porque tiene asumido que son tradiciones arraigadas de esos lugares, y sobre todo, porque a ningún ciudadano de estos países se le pasaría por la cabeza renunciar a estas costumbres en nombre de un enfermizo sentido del respeto hacia el recién llegado. Es precisamente este punto nuestro talón de Aquiles, porque sólo nosotros sufrimos este extraño complejo. Y lo hacemos, en gran medida, por la presión e influencia de algunos grupos de opinión autóctonos que se amparan en este buenrrollismo para desembarazarse de algunas costumbres propias que en el fondo detestan. Ojalá sepamos resistir a este intento adánico de borrar para siempre los símbolos que representan las verdaderas raíces de nuestra civilización.

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