Bloqueados con el pin

Publicado en el Diari de Tarragona el 23 de enero de 2020


La última iniciativa de Vox en materia educativa ha desatado un agrio debate que promete prolongarse y agudizarse con el tiempo. El pin parental fue puesto en marcha el pasado mes de septiembre por la Consejería de Educación de la Comunidad de Murcia, en manos del PP, mediante una resolución que obligaba a dar “conocimiento a las familias de las actividades complementarias” impartidas por personal ajeno al centro educativo, "con objeto de que puedan manifestar su conformidad o disconformidad con la participación de sus hijos menores en dichas actividades". La polémica ha elevado su intensidad ante la posibilidad de que este modelo se extienda próximamente a Andalucía y a la Comunidad de Madrid, ambas controladas por el bloque conservador. 

Nos encontramos ante una controversia de hondo calado, con argumentos razonables para defender una posición y su contraria, pero que se ha sumergido rápidamente en el terreno de lo emocional, donde las razones pierden peso en favor de las pulsiones sentimentales y los matices desaparecen. Como ocurre habitualmente en las estrategias de los partidos populistas, esta iniciativa parte de la detección de una inquietud social con suficiente masa crítica para abrir un debate público de alta temperatura ambiental. Yo mismo he conversado esta semana con varios ciudadanos situados en las antípodas ideológicas de Vox que reconocían su simpatía personal hacia el pin parental. 

En las calderas emocionales de esta iniciativa se encuentra un pálpito compartido por muchas familias, basado en una desconfianza sistemática hacia las autoridades educativas por la sospecha de que utilizan metódicamente su poder sobre el sistema formativo para adoctrinar a las nuevas generaciones según sus esquemas ideológicos. No se trata ya de hacer propaganda partidista, sino de inocular en los niños y jóvenes las claves mentales que subyacen al propio modelo político. Y este reproche se predica respecto de todo el espectro parlamentario: frente a los gobernantes de izquierdas que pretenden convertir en una verdad incuestionable la ideología de género, frente a los gobernantes conservadores que respaldan a colegios concertados para favorecer la educación religiosa, frente a los gobernantes nacionalistas que intentan sazonar determinadas asignaturas con su particular visión de la realidad, etc. Y este miedo al adoctrinamiento se agudiza cuando un gobierno, por ejemplo, nombra directora del Instituto de la Mujer a un personaje como Beatriz Gimeno, que aboga por la penetración anal de los hombres para alcanzar la igualdad entre sexos, toda una declaración de intenciones de la nueva ministra de Igualdad. 

Sin embargo, también es razonable defender que el poder de influencia de las familias sobre la formación de la conciencia de sus hijos no es ilimitado, y por tanto es razonable que pueda ser complementado y supervisado por las autoridades públicas. Sin duda, el Estado tiene el deber de velar por el correcto desarrollo personal y social de los menores, y es obvio que existen progenitores cuyos valores chocan frontalmente contra los principios fundamentales de nuestro modelo de convivencia. En ese sentido, nadie en su sano juicio debería considerar una intromisión totalitaria que el sistema de enseñanza intentase transmitir a un menor los ideales de igualdad, respeto, educación y esfuerzo, al margen de que sus padres sean racistas, violentos, palurdos y vagos. He ahí el núcleo de la cuestión, que nos obliga a definir qué criterios deben tenerse en cuenta a la hora de considerar que un determinado valor concita la suficiente universalidad para permitir que el Estado lo inculque en un niño al margen de la voluntad de su familia. Y es en este punto donde, con frecuencia, los defensores de la verdad absoluta se vuelen relativistas (para impedir la intrusión estatal en sus hogares) y los adalides del subjetivismo se tornan despóticos (para imponer sus tesis de forma obligatoria). Siendo honestos, todos deberíamos reconocer nuestra tendencia al individualismo frente a lo que viene de fuera, y al dogmatismo cuando se trata de nuestras propias opiniones. 

Como en tantos otros temas, nos encontramos ante un debate que tiene más relación con los límites que con la verdad. Por un lado, los responsables públicos deben asumir que las familias tienen pleno derecho a defender las ideas que consideren convenientes (de acuerdo con el artículo 16 de la Constitución, que reconoce “la libertad ideológica y religiosa”) y a transmitirlas a los menores a su cargo (según se recoge en el artículo 27, que consagra el “derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”). Por su parte, las familias deben aceptar el papel supervisor del Estado en la educación de los alumnos (“los poderes públicos inspeccionarán y homologarán el sistema educativo”) y su potestad para orientar dicha formación hacia la generalización de determinados valores (“la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales”). 

No parece razonable que los padres puedan bloquear una actividad escolar destinada al cumplimiento de dichos objetivos constitucionales, pero parece evidente que no tiene nada que ver una conferencia de un policía sobre los riesgos de la drogadicción, que una charla impartida por una asociación proabortista, por ejemplo. Si los responsables educativos abusan de su posición es inevitable que muchas familias reaccionen, y viceversa. Esperemos que las partes en conflicto asuman que la formación de los menores es una tarea colaborativa, que requiere la interiorización de los propios límites, el sometimiento a las leyes y el respeto a la libertad de conciencia de todos.

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