La tentación centralista

Publicado en el Diari de Tarragona el 28 de septiembre de 2019


Los primeros años de democracia dejaron entrever que sólo cuatro comunidades mostraban una inequívoca y transversal vocación de autogobierno: Catalunya, Euskadi, Navarra, y en menor medida, Galicia. Sin embargo, la creación de estas nuevas estructuras institucionales constituía un goloso caramelo para la clase política del resto del país, motivo por el que se avivó un artificial movimiento centrífugo que terminó desencadenando el “café para todos”. Todas las comunidades, al margen de su mayor o menor sentido identitario, acabaron replicando un miniestado que duplicaba el aparato central, con todo tipo de abrevaderos autonómicos, una marea de funcionarios y un gasto descomunal. 

El crecimiento interesado de esta estructura se desarrolló fundamentalmente durante los años de prosperidad, pero entonces llegó la crisis de 2007 y todo saltó por los aires. Fue entonces cuando se demostró que nuestro hipertrofiado modelo institucional resultaba difícilmente sostenible y justificable, sobre todo en lugares donde no había existido nunca una verdadera demanda social de autogobierno: decenas de parlamentos, cientos de organismos duplicados, miles de cargos públicos, y millones de euros gastados de forma ineficiente. De hecho, el esfuerzo fiscal que se pidió a la ciudadanía durante la crisis para alimentar a este monstruo insaciable -precisamente cuando el contexto exigía aliviar la carga empresarial para poder sobrevivir- favoreció la desaparición de una importante proporción del tejido económico, que llegó a esta fase ahogado y exhausto. 

Este proceso terminó favoreciendo un desencanto generalizado ante el modelo autonómico, que se sumó a los recelos provocados por el modelo foral en Euskadi y Navarra, y al estallido del proceso independentista en Catalunya. Como consecuencia de todo ello, millones de españoles que en su día respaldaron la descentralización sufrieron una conversión paulina hacia el jacobinismo más recalcitrante. 

Conscientes de esta pulsión generalizada, los promotores de Ciudadanos se pusieron al frente de la pancarta, necesitados de un motor electoral que convirtiera un partido incipiente en una formación capaz de ocupar una posición clave en la conformación de las mayorías de gobierno. Y el experimento funcionó bien. Pese a su evidente alma demoscópica, pese a sus derrapes ideológicos constantes, pese a la ausencia total de cuadros intermedios… la realidad es que el partido naranja consiguió hacerse con un cajón en el podio parlamentario. 

Un espantajo electoral tan fácil de agitar puede convertirse en una tentación irresistible para otros partidos con querencia hacia estas tesis. En gran medida, Vox ha crecido también al calor de este nuevo ultracentralismo. Efectivamente, a diferencia de lo que sucede en otros países, en España ser centralista es de derechas y ser descentralizador es de izquierdas (en Estados Unidos, por ejemplo, el simpatizante republicano suele recelar del gobierno federal, mientras los votantes demócratas son más proclives a un ejecutivo fuerte en Washington). 

Era esperable, por tanto, que algunas voces dentro del PP comenzasen a reclamar un replanteamiento del modelo territorial en clave recentralizadora (especialmente cuando adquiere tintes asimétricos) y una oposición frontal a cualquier amago de tender puentes con el nacionalismo, aunque sea moderado. Esta estrategia de inflexibilidad sería un mantra electoralmente rentable, que podría hacerles recuperar posiciones frente a Ciudadanos, al conectar con esta mentalidad crecientemente centralista en España. 

Supongo que fueron este tipo de reflexiones las que animaron a Cayetana Álvarez de Toledo a arrogarse el liderazgo de este nuevo pensamiento, descargando toda su agresividad verbal contra el PP vasco, al que acusó de querer marcar perfil propio, de aceptar que los fueros se edifican sobre un cimiento previo a la Constitución, y de contemporizar con el nacionalismo. Con semejantes afirmaciones, la nueva portavoz popular demostraba un desconocimiento absoluto sobre lo que significa la derecha no nacionalista en Euskadi. 

Efectivamente, por un lado, esta formación viene demostrando durante los últimos años una sensibilidad especial al tratarse de un partido más liberal que conservador (a diferencia de lo que ocurre en otras comunidades), y de hecho ha ejercido como punta de lanza para romper antiguas barreras mentales en Génova. En segundo lugar, la mayor parte de los seguidores populares en el País Vasco son herederos de una tradición política nítidamente foralista, un sustrato conceptual que consideran indisoluble de su forma de entender la españolidad. Y por último, el PP vasco ha sido un partido muy castigado por la violencia de ETA, y en ese sentido es lógico que las acusaciones de tibieza de Álvarez de Toledo hayan sentado a cuerno quemado. 

Afortunadamente, la dirección nacional del partido ha acudido como un camión de bomberos para sofocar el incendio provocado por la nueva cara visible de los populares en el Congreso. Como me comentó hace poco una amiga que conoce muy bien a Cayetana, “ha sido una mala elección, porque ella no puede ser portavoz de un partido: ella es portavoz de sí misma”. Si el PP quiere mostrar un perfil confiable y alejado de globosondismo naranja, más le valdría evitar el fácil atajo del neocentralismo. La Constitución del 78 se construyó sobre un planteamiento de fondo claramente descentralizador y respetuoso con los derechos históricos de las comunidades forales. Y si uno se declara constitucionalista, debe serlo hasta sus últimas consecuencias. 

La última vez que el PP intentó sacar tajada electoral del centripetismo sociológico, el resultado fue desastroso y sus perniciosos efectos seguirán arrastrándose durante décadas. Fue en 2006, cuando Mariano Rajoy recorrió toda España recogiendo firmas contra determinados artículos del nuevo Estatut de Catalunya, fundamentalmente similares a los de otros estatutos respaldados por los populares. Y de aquellos polvos vienen estos lodos.

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