El bipartidismo va a llegar

Publicado en el Diari de Tarragona el 7 de octubre de 2019


Uno de los momentos más hilarantes de la historia de la televisión española se produjo hace exactamente treinta años, y se lo debemos al gran Fernando Arrabal. El histriónico dramaturgo aceptó la invitación de Fernando Sánchez Dragó para participar, el 5 de octubre de 1989, en un debate que terminó ingresando involuntariamente en los anales de la comedia del absurdo. 

La conversación se desarrollaba en una atmósfera oscura y difusa por el humo del tabaco. Un heterogéneo grupo de sesudos intelectuales, encantados de escucharse, cruzaban reflexiones sobre el fin de los tiempos y las siete plagas que se avecinaban. Las frases, todas ellas con vocación de profundidad, se entremezclaban en un plató que recordaba la inolvidable estética de ‘La clave’ de José Luis Balbín (cuánto echamos de menos esa televisión que se fue para nunca volver, donde primaba el talento y la brillantez, y no el petardeo del famosete volátil). Y en esas irrumpió el bueno de Arrabal, con una indefinible rebequita amarilla y un puntillo subido por culpa de un chinchón que confundió con agua mineral, según la versión del propio escritor patafísico. 

La cosa empezó más o menos bien hasta que el autor melillense se hartó de tanta solemnidad, de tanto aviso sobre la presencia del Maligno en todas partes, y de tantas citas de San Juan, Nostradamus y San Malaquías. Con evidentes signos de no estar en su mejor momento, Arrabal comenzó a soltar excentricidades sin filtro y con su lengua hipotónica: “Estáis todos un poco borrachos. Yo represento a la minoría silenciosa, que es católica, fea y sentimental. Nosotros somos anarquistas divinos, y yo soy el representante de Dios, de la Virgen María y de los apóstoles judíos”. Semejante disertación vino acompañada de tambaleantes paseos entre el resto de invitados, continuas salidas y entradas en el plató por los lugares más insospechados, y balbuceantes exaltaciones etílicas de la amistad. El movedizo escritor se sentaba en la mesa central, se caía de ella, se colocaba en posición de loto sobre su butaca, comenzaba a lanzar objetos, se tropezaba, besaba a los contertulios… Pese a todo, el debate continuaba gracias a la paciencia infinita del resto de participantes, que lo observaban como esos amigos que una noche de cervezas intentan ignorar al pesado que comienza a ponerse en evidencia por haber bebido más de lo debido, con un gesto entre el cariño y el hastío. 

Sin embargo, de todo este programa (por favor, si nunca lo han visto, acudan de inmediato a YouTube) el recuerdo que a todos nos ha quedado grabado en la memoria es la frase lapidaria de Arrabal, “¡Hablemos de milenarismo, cojones: el milenarismo va a llegar!”, con un acento que adelantaba proféticamente a Chiquito de la Calzada. Existen opiniones encontradas sobre si esta sentencia era una simple tomadura de pelo al resto del grupo, o si realmente era la confesión sincera de quien sueña con acabar con un mundo instalado en una deriva caótica, a la espera de un nuevo tiempo donde el orden cósmico recupere el trono que nunca debió perder. Ya se sabe que sólo los niños y los borrachos dicen la verdad. 

Dando por válida la segunda hipótesis, podríamos realizar cierto paralelismo con los signos de los tiempos que se barruntan en la política española. El experimento multipartidista parece tocar a su fin, no por su ineficacia o inviabilidad endógena, sino por una gestión lamentable de quienes presuntamente venían a derrotar al imperio bicéfalo de socialistas y populares. Fuimos muchos quienes esperamos durante años la reconfiguración del espacio partidista para dar cabida a una paleta de colores más rica que el negro y el blanco. Sin embargo, los representantes de esta teórica regeneración institucional apenas han aportado el aire fresco que prometían (intentando gestionar un partido asambleario con un modelo digno de los Ceaușescu, o sometiendo un partido liberal a la ambición personal de su líder), y paralelamente han traído consigo los peores rasgos de la nueva política (fomentando la confusión entre transacción y traición, bloqueando cualquier esperanza de gobernabilidad con un postureo impúdico y vacuo, y hundiendo el nivel del debate político con argumentarios frívolos, anímicos, simplones y demagógicos). 

En España probablemente existan cuarenta millones de versiones diferentes que expliquen por qué el modelo multipartidista ha fracasado de forma tan rápida y cataclísmica. Las encuestas que llevan publicándose estas semanas sugieren, por un lado, un serio revés de Podemos (que logrará una representación sensiblemente inferior a la actual, pese a la innegable habilidad de Pablo Iglesias para remontar en las campañas electorales), y por otro, un batacazo apocalíptico (nunca mejor dicho) de Ciudadanos, consecuencia directa de su renuncia a su misión fundacional, como bisagra parlamentaria, cuando Albert Rivera se imaginó a sí mismo viviendo en la Moncloa. El grueso del cuerpo electoral suele ser capaz de perdonar errores, incluso inmoralidades, pero raramente está dispuesto a acudir a las urnas para depositar una papeleta que no sirve para nada. Y tras la experiencia de los últimos años, un sector significativo de los simpatizantes morados y naranjas empiezan a pensar que su voto ha sido más inútil que el cenicero de una moto. El sueño de un espectro parlamentario representativo de las ricas y diferentes sensibilidades ideológicas comienza a derrumbarse, quizás no de forma abrupta, pero desde luego sí tendencial. Y el blanconegrismo regresará a esta tierra devastada para reinar mil años más. El bipartidismo va a llegar, otra vez.

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