La sentencia que condicionará el próximo lustro

Publicado en el Diari de Tarragona el 13 de octubre de 2019


Apenas quedan unas horas para conocer las condenas que presumiblemente recaerán sobre algunos de los líderes del proceso independentista en Catalunya. Los colectivos que se han escorado en ambos extremos de este conflicto reclaman una sentencia que muy difícilmente se producirá.

Por un lado, la caverna mediática madrileña solicita una condena bíblica por rebelión consumada que encerraría durante décadas a los procesados, y por otro, el independentismo exige la libre absolución para todos ellos. Lo primero parece jurídicamente insostenible (ante las graves dificultades para probar una incitación a la violencia con el objetivo de alcanzar la independencia) y lo segundo choca frontalmente contra la evidencia de que aquellos días se actuó contraviniendo abiertamente la legalidad vigente (una actitud sobre la que incluso alardearon diversos dirigentes secesionistas). La foto desafiante de Carles Puigdemont con las cinco notificaciones del Tribunal Constitucional, advirtiéndole sobre las consecuencias penales de sus actos, resulta demoledora.

Salvando estas dos exigencias extremas, que no serán satisfechas en ningún caso, tenemos a nuestra disposición un amplio muestrario con pronósticos para todos los gustos. Un buen amigo, que suele manejar información rigurosa, me aseguró hace unos días que las penas serían significativamente variadas para los diferentes encausados (incluso preveía alguna absolución) y que los principales protagonistas de estos hechos serían condenados a seis o siete años de prisión por el delito de conspiración para la rebelión del artículo 477 del Código Penal. Teniendo en cuenta el cansancio generalizado que comienza a percibirse en la sociedad catalana, a uno y otro lado del muro sentimental que se ha construido durante la última década, semejante predicción satisfaría los deseos de quienes sueñan con poder pasar página, mediante una sentencia realista y razonable (descartando, por ejemplo, la absolución general), pero también benigna y contenida (olvidando las fantasías de algunos con la Isla de If), para que la salida de prisión de los líderes independentistas pudiera ser inminente. Efectivamente, con estas condenas, las autoridades penitenciarias disfrutarían de un amplio margen de maniobra para la concesión de un tercer grado o una libertad condicional que permitiera iniciar el epílogo que cerrara este relato desgarrador, estéril y contraproducente de nuestra historia colectiva.

Sin embargo, han sido varios los medios de comunicación, de prestigio contrastado, que han descartado las penas por rebelión en ningunos de sus grados, apelando a fuentes del propio Tribunal Supremo. Se decantan por una condena por los delitos de sedición consumada y malversación, en concurso medial del artículo 77.2 al considerar tumultuarias la jornada del referéndum del 1 de octubre, y sobre todo la del asedio a la Conselleria d’Economia de los días 20 y 21 de septiembre de 2017 para impedir un registro judicial. Según algunas de estas fuentes, Carles Mundó, Meritxell Borràs y Santi Vila sólo serían inhabilitados, Jordi Sànchez, Jordi Cuixart y Carme Forcadell podrían ser condenados a ocho años de prisión, y el resto de encausados probablemente se enfrentarían a condenas que superarían ampliamente los diez años de cárcel. Si se confirman estos pronósticos, es posible que algunos de los procesados tengan todavía ante sí un largo período a la sombra.

El hecho de que algunas figuras del independentismo permanezcan en prisión no resulta indiferente para la superación de la crisis política y de convivencia que hemos vivido últimamente. Un solo dirigente entre rejas lo condicionaría todo durante años, porque impediría la cicatrización de una herida con una carga simbólica y afectiva brutal, que ha sido precisamente el motor fundamental de todo este movimiento. En este sentido, desde un punto de vista meramente estratégico (es decir, olvidándonos de lo que le apetece a cada uno, y centrándonos en las consecuencias objetivamente previsibles de cada posibilidad), asombra la enorme torpeza de quienes exigen unas condenas demoledoras, pues este horizonte nos garantiza varios años más de agonía procesista, con sus inseparables e inquietantes compañeros de viaje: victimismo sentimental, bloqueo institucional, incertidumbre económica y fractura social.

Puede llegar a ser comprensible que desde Madrid se pidan unas penas desmesuradas (porque los datos macroeconómicos demuestran que la cronificación de esta crisis territorial está dejando a la capital española sin competencia en la carrera por la inversión extranjera), pero esta reclamación realizada desde la propia Catalunya sólo demuestra que el conflicto de estos años se está jugando más en el campo de los sentimientos que en el terreno de la racionalidad. En efecto, en el contexto actual no es difícil conversar con algunos conciudadanos, alineados religiosamente en uno y otro bando, absolutamente dispuestos a que se hunda todo con tal de que su tesis termine venciendo (y lo que es más importante, con tal de que la contraria resulte humillantemente derrotada).

Sin embargo, si realmente confiamos en la Justicia y creemos en la separación de poderes, debemos esperar que los magistrados que rubricarán la sentencia más trascendente de los últimos años se limiten a aplicar la legislación vigente a los hechos que se juzgan, sin dejarse influenciar por los efectos colaterales que su contenido pueda provocar. Pero la ley es interpretable, como lo demuestran las diferentes posiciones mantenidas en este proceso por la Fiscalía y la Abogacía del Estado, y por eso se insiste en que nada debe descartarse hasta el momento en que todos los miembros del tribunal estampen su firma, previsiblemente mañana por la mañana. Esperemos que la necesaria aplicación de la ley al caso concreto sea compatible con una resolución que favorezca la superación de la fractura política y social que actualmente padecemos. Nos jugamos el próximo lustro.

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