Cuando la tempestad amaine

Publicado en el Diari de Tarragona el 15 de octubre de 2019


Los pronósticos se han cumplido y la cúpula independentista ha sido sentenciada a duras penas de prisión, aunque sin llegar a las cifras que solicitaba la Fiscalía por el delito de rebelión consumada. Los principales procesados han sido condenados a más de una década de cárcel, mucho menos de lo que reclamaba el españolismo más furibundo, pero mucho más de los siete u ocho años que preveían algunos expertos, con la esperanza de verlos en libertad antes de Navidad aplicando generosamente determinados beneficios penitenciarios.

Los portavoces del secesionismo llevaban meses declarando que sólo aceptarían una sentencia absolutoria, un horizonte absolutamente imposible que garantizaba varias jornadas de movilizaciones en cuanto el fallo fuera publicado. Así ha sido, y se ha vuelto a demostrar su extraordinaria capacidad de movilización para llenar las calles de ciudadanos indignados, aunque esta vez hemos asistido a algunos momentos de tensión. Por ejemplo, a media mañana yo mismo fui testigo de cómo un par de jóvenes con banderas españolas se cruzaron con una manifestación que protestaba contra las condenas frente a los Juzgados de Tarragona, generándose un enfrentamiento verbal que exigió la intervención de los Mossos para que el incidente no fuera a mayores. Peor acabó una mujer que también agitaba una rojigualda junto al Mercat Central, y que terminó siendo brutalmente golpeada por un energúmeno. Afortunadamente, al margen de la actitud nítidamente provocadora de la agredida, fueron varios los manifestantes independentistas que no dudaron en reprochar al salvaje su injustificable reacción.

Como era de prever, durante estas jornadas viviremos el estallido de la olla a presión que llevaba calentándose desde el mismo día en que los recién condenados ingresaron en prisión provisional. El desarrollo de este juicio (y por extensión, del propio proceso independentista) ha tenido tal carga emotiva que resultaba ingenuo pensar que la previsible condena de sus líderes pudiera ser asumida de forma estoica por parte del soberanismo, o que desde el españolismo no saldría algún descerebrado a provocar en un contexto con los sentimientos a flor de piel. Supongo que el paso de los días serenará los ánimos, y probablemente regresemos en breve a ese punto muerto en el que el secesionismo se negará a asumir que el procés ha fracasado, y el unionismo se resistirá a reconocer que el grueso de las demandas que originaron esta desafección tenía razón de ser.

Al igual que ha sucedido en cada cambio de etapa de este interminable y agotador proceso, en estos momentos toca de nuevo hacernos la pregunta de rigor: ¿y ahora qué? Han sido diversas las instituciones y entidades de la sociedad civil que se han apresurado a difundir sus respectivos comunicados sobre la sentencia, desde sindicatos a patronales, pasando por la Conferencia Episcopal Tarraconense o el Fútbol Club Barcelona. Algunas de estas valoraciones han coincidido en reclamar el debido respeto hacia las decisiones judiciales, pero lamentando al mismo tiempo la situación de los condenados, y destacando que la sentencia no solucionará el problema político y la fractura social que se viven actualmente en Catalunya.

Nadie en su sano juicio debería sorprenderse de la contundente reacción de un Estado al verse abiertamente atacado por unos tipos que alardean de pasarse el orden constitucional por el arco del triunfo. Cualquiera de nuestros países vecinos lo habría hecho, y por eso no ha habido un solo gobierno de la Unión Europea que haya protestado por la forma en que ha actuado la Justicia española. Ni uno. En ese sentido, la prepotencia y la candidez de los líderes independentistas han sido antológicas. Parece que algunos han escarmentado en cabeza ajena, viendo la rapidez con que la Generalitat o el Ayuntamiento de Tarragona han retirado sus pancartas en cuanto se les ha requerido. La famosa desobediencia ha quedado reducida a un mero lema para enardecer a los fieles.

Sin embargo, el hecho es que la mitad de Catalunya que ha salido a las calles y ha votado masivamente a las opciones independentistas durante la última década sigue estando ahí. Una sentencia no los hará desaparecer y el futuro del país deberá construirse entre todos. En ese sentido, será fundamental el clima político y social que se vaya configurando durante los próximos meses, y para ello resultará crucial el futuro carcelario que les aguarde a los condenados por el Tribunal Supremo (la presión sobre las autoridades penitenciarias será brutal) y también a los dirigentes que huyeron al extranjero (acaba de reactivarse la euroorden contra Carles Puigdemont).

Las próximas semanas no serán el momento idóneo para tomar decisiones trascendentales, porque los sentimientos encontrados impedirán ningún tipo de entendimiento. Pero cuando la tempestad emocional amaine, entre todos deberemos comenzar a escribir una hoja de ruta común que nos permita avanzar hacia el reencuentro y la convivencia. Este horizonte no satisfará completamente a nadie, y será precisamente este factor el que determinará su acierto. No tenemos otra.

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