Y el general soltó la bomba

Publicado en el Diari de Tarragona el 24 de abril de 2020


Hace semanas que flotaba en el ambiente una creciente indignación sobre la política informativa implantada por el Gobierno desde que se decretó el estado de alarma. Por un lado, desconcertaba el formato de las ruedas de prensa de Moncloa, sometidas a un evidente dirigismo por los servicios de prensa, filtrando las cuestiones que el Presidente debía contestar y arrebatando a los periodistas la posibilidad de repreguntar. Semejante anomalía pudo corregirse tras la campaña iniciada por algunos periódicos, que decidieron boicotear estas comparecencias hasta que dicha circunstancia fuera subsanada. En segundo lugar, la aprobación de una subvención multimillonaria a determinados medios de comunicación privados acrecentó las sospechas sobre una ofensiva gubernamental para captar adhesiones mercenarias en el cuarto poder. Y por último, tampoco se quedó corto el amago de coartar el control parlamentario al ejecutivo, limitando el derecho y el deber de la oposición de examinar dicha gestión, aunque la amenaza de llevar el asunto al Tribunal Constitucional logró revertir la situación. Es cierto que al final se lograron frenar los esfuerzos de la Moncloa por librarse de cualquier control exterior, pero la estrategia de acallar las voces críticas parecía ya innegable.

Y, en estos precisos momentos, hizo su aparición estelar el general José Manuel Santiago para entrar en la polémica como un elefante en una cacharrería. El número dos de la Guardia Civil intentaba explicar cómo el instituto armado estaba interviniendo las redes sociales para controlar la información vinculada a la crisis sanitaria. Fue entonces cuando el uniformado soltó la bomba, al señalar que uno de sus objetivos era “minimizar el clima contrario a la gestión de la crisis por parte del Gobierno”. La frase no era interpretable: blanco y en botella. Por lo visto, las fuerzas de seguridad podrían estar actuando sobre canales de comunicación para reducir las corrientes opuestas a la forma en que el ejecutivo estaba gestionando la pandemia. Este presunto ataque contra nuestra libertad de opinión y de expresión, pilares fundamentales de cualquier democracia, resultaba especialmente inquietante procediendo de un alto mando militar durante un estado de alarma. Semejante barbaridad, además, daba argumentos a quienes llevaban semanas denunciando los intentos de tapar bocas discordantes desde la Moncloa.

Cada uno tendrá su opinión sobre si asistimos a un simple “desliz” o “lapsus” (como lo definieron María Jesús Montero y Fernando Grande Marlaska, respectivamente) o si se trató de la confesión involuntaria de una estrategia real, orientada a utilizar las herramientas del Estado para silenciar las críticas contra el ejecutivo. La gestión post-patinazo tampoco fue especialmente brillante: en la siguiente comparecencia, el secretario de Estado de Comunicación prohibió que se hicieran preguntas al general Santiago, y el propio militar enredó aún más la madeja en un poco afortunado intento de explicarse: comenzó afirmando que no quiso referirse al Gobierno sino al Estado, y terminó reconociendo que todas comandancias de la Guardia Civil habían recibido instrucciones para proceder contra mensajes “susceptibles de provocar estrés social y desafección a las instituciones del Gobierno”. Me imagino a Iván Redondo, entre bambalinas, desgañitándose y tirándose de los pelos: ¡Que alguien le apague el micrófono a ese hombre!

A principios de febrero, semanas antes de sumergirnos en la pesadilla vírica, escribí en estas mismas páginas un artículo sobre la inquietud que empieza a generar el creciente control que ejerce el poder político y económico sobre lo que hacemos, lo que leemos, lo que compramos, lo que pensamos… La amenaza del panóptico digital (metáfora del modelo circular de construcción carcelaria que planteó Jeremy Bentham en el siglo XVIII) podría encaminarnos hacia una sociedad dócil y gregaria por el hecho de saberse sistemáticamente observada y vigilada, gracias a las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías. Casualmente, pocos días después de publicar este artículo, se activó el artículo 9.2.i del Reglamento General de Protección de Datos de la UE, que rebaja la inviolabilidad de nuestra información privada cuando sea “necesario por razones de interés público, como la protección frente a amenazas transfronterizas graves para la salud”. Paralelamente, las fuerzas de seguridad iniciaron una ofensiva en internet para identificar a quien publicase falsedades “susceptibles de provocar desafección a las instituciones del Gobierno”. Pero, ¿quién decide lo que es falso, teniendo en cuenta que las versiones de lo que está sucediendo difieren sensiblemente de unos medios a otros? ¿Quién supervisa esta operación de monitoreo masivo que realiza un cuerpo militar como la Guardia Civil? ¿Acaso se pretende marcar o silenciar a los desafectos a la Moncloa? ¿Quién vigila al vigilante?

Nuestras fuerzas policiales tienen un largo y exitoso historial en la lucha contra la ciberdelincuencia: estafas, virus informáticos, bullying, acoso sexual, tráfico de drogas y armas, etc. Y la inmensa mayoría de los ciudadanos sentimos una enorme gratitud por ello. Lo mismo podría decirse cuando se actúa contra quien propaga bulos para incitar a la desobediencia frente a las medidas decretadas para acabar con la pandemia. Sin embargo, estas intervenciones no tienen nada que ver con “minimizar el clima contrario a la gestión de la crisis por parte del Gobierno”. De ser cierto, constituiría un gravísimo atentado contra nuestras libertades. Y si es falso, quizás el ejecutivo debería replantearse su política de comunicación, tanto en clave general (menos uniformes y más científicos, menos ‘catenaccio’ informativo y más transparencia, menos discursos enlatados y más concisión), así como en relación con la escrupulosa orientación del estado de alarma hacia objetivos nítidamente generales. Comparecencias como las de esta semana resultan inadmisibles en una democracia avanzada.

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