La mano y el brazo

Publicado en el Diari de Tarragona el 30 de abril de 2020


El pasado domingo, después de mes y medio de confinamiento, los niños pudieron salir por fin de sus hogares para correr, saltar y jugar al aire libre. Los expertos en salud infantil llevaban semanas aconsejando esta medida, teniendo en cuenta los efectos físicos y psíquicos que el encierro comenzaba a causar en los menores. Tras un largo debate sobre los límites de estas salidas (edad, distancia, actividad, contacto) el gobierno decretó una serie de condiciones para asegurar que este permiso excepcional no echase por tierra lo conseguido con tanto esfuerzo individual y colectivo. La principal norma que se impuso a los padres y madres consistía en mantener la distancia de seguridad, vetando de esta manera los reencuentros de amigos y los juegos compartidos que podrían reactivar la cadena de contagios. 

Lamentablemente, a las pocas horas de ponerse en marcha esta medida, comenzaron a circular numerosos vídeos que demostraban la irresponsabilidad de algunas familias, que permitieron despreocupadamente este tipo de comportamientos expresamente vetados. Todos recibimos imágenes de partidos de fútbol en los parques, grupos de niños jugando en las plazas, animadas tertulias en los paseos, etc. Después de un largo camino de renuncias para luchar conjuntamente por el bien común, algunos habíamos empezado a pensar que comenzábamos a parecer un país de personas responsables y diciplinadas. Sin embargo, este sueño se derrumbó el domingo de forma estruendosa, al confirmarse que vivimos rodeados de algunas personas a quienes les ofreces la mano y te cogen el brazo. Incluso los portavoces del Gobierno reconocieron que el espectáculo del fin de semana fue lamentable. Aun así, habría que introducir algunas matizaciones. 

Por un lado, conviene reconocer que la gran mayoría de padres y madres respetaron escrupulosamente las condiciones impuestas por las autoridades públicas. Como sucede habitualmente en el mundo de la comunicación, la noticia es siempre lo excepcional, un fenómeno inevitable que suele distorsionar nuestra percepción de la realidad. Y en las redes sociales, el gran altavoz de nuestros tiempos, esta tendencia se agudiza hasta límites inimaginables. Además, como sabemos todos los aficionados a la fotografía, cualquier imagen tomada a una multitud desde cierta distancia crea un efecto visual de apelotonamiento que no responde a la posición relativa de los retratados. Y eso por no hablar de los fakes que se multiplicaron en internet, denunciando la situación con vídeos que no se correspondían con el momento ni en el lugar en que presuntamente habían sido tomados. Aun así, sería absurdo negar que el pasado fin de semana se produjeron numerosos y flagrantes incumplimientos de los límites establecidos para el desconfinamiento infantil, una circunstancia que debería animarnos a reflexionar sobre sus causas y sus enseñanzas. 

En mi opinión, existen tres motivos fundamentales que explican el desorden que se vivió el domingo en algunas de nuestras calles y plazas. Por un lado, es probable que hayamos sufrido una sobredosis de píldoras informativas tranquilizantes por parte de las autoridades y sus medios afines. El intento de transmitirnos que todo está bajo control quizás ha tenido demasiado éxito, neutralizando el miedo sanitario inicial que nos ayudó a encerrarnos con una rigurosidad inédita en estas latitudes. En segundo lugar, también se ha rebajado sensiblemente el otro temor que favoreció el confinamiento, derivado del plan de sanciones que se llevó contundentemente a la práctica durante las primeras fases del estado de alarma. A primeros de abril acudíamos al supermercado como si fuéramos a comprar heroína, sudando frío y esquivando a la policía, mientras que ahora esta inquietud prácticamente ha desaparecido. Por último, dudo que haya sido casual que este desmadre se haya producido precisamente el día que se permitió desconfinar a los niños. Y no atribuyo el problema a los pequeños, sino a una generación de padres y madres con verdaderos problemas para atreverse a decir ‘no’ a sus hijos. Si muchos de nuestros convecinos suelen ser incapaces de mantener sentados a los menores en su silla del restaurante, difícilmente iban a controlar sus movimientos por la calle tras un mes y medio de confinamiento forzoso y antinatural. 

En cualquier caso, la experiencia del pasado fin de semana debería servir como lección de cara a las sucesivas fases de la desescalada que el Gobierno anunció el pasado martes. Al igual que el paso de las semanas ha provocado en parte de la ciudadanía una percepción errónea sobre el peligro de incumplir las directrices sanitarias, también es probable que la experiencia reciente haya generado en las autoridades una percepción igualmente distorsionada sobre el país en que vivimos. Posiblemente somos más cívicos y cumplidores que hace unas décadas, pero tampoco nos hemos convertido en una sociedad prusiana precisamente. Todavía subsiste un sector significativo de la población que sigue considerando saludable relativizar las normas, que atribuye al carácter mediterráneo la tendencia a saltarse algunos preceptos, que se enorgullece de acatar sólo las medidas que cada uno considera acertadas, etc. Y luego pasa lo que pasa. 

Teniendo en cuenta la dificultad que existe para revertir la trivialización del riesgo que se ha evidenciado progresivamente, sólo existen dos herramientas para evitar que abusos como el del pasado domingo vuelvan a repetirse: o se replantean los plazos y las condiciones del desconfinamiento, o vuelve a endurecerse la política de sanciones contra los incívicos. En mi opinión, sin la menor duda, debe apostarse por la segunda, puesto que aminorar la velocidad de la desescalada ahogaría aún más a un tejido productivo famélico, y supondría hacer pagar a todos por la irresponsabilidad de unos pocos. Avancemos hacia el desconfinamiento, lo más rápido posible. Y el que incumpla, que lo pague.

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