La crítica en tiempos críticos

Publicado en el Diari de Tarragona el 2 de abril de 2020


Desde que el Covid-19 hizo acto de presencia en los países de nuestro entorno, allá por el mes de febrero, han sido numerosas y discutidas las decisiones que se han tomado (y las que no se han tomado) para frenar la propagación de la pandemia. Estas medidas han tenido un carácter gradual en todos los lugares, adquiriendo una intensidad creciente a medida que la crisis sanitaria se agudizaba. Y como sucede siempre con las decisiones políticas, no ha existido unanimidad sobre la idoneidad de esta estrategia, pues algunos la han considerado tardía, otros desmesurada, otros improvisada, otros incoherente… Y esto es positivo porque, como dijo Walter Lippmann, “cuando todos piensan igual, es que nadie está pensando”.

Si algunos levantasen su corta mirada más allá de los lindes de su aldea, verían que se trata de un debate global que se ha reproducido, como mínimo, en todas las sociedades occidentales. Cuando ni siquiera la comunidad científica ha mantenido una postura unívoca en este asunto, resultaba imposible que la opinión pública compartiese monolíticamente los mismos criterios de respuesta sanitaria y estrategia económica ante un hecho tan desconcertante como la irrupción de un ser microscópico que en tres meses ha conseguido colapsar el planeta. Y es aquí donde ha surgido un ‘metadebate’ sobre la admisibilidad o la improcedencia de mantener la batalla partidista habitual en unas circunstancias tan particulares.

Como primera premisa, parece indudable que el derecho y el deber de criticar la actuación del poder constituye uno de los ejes esenciales de cualquier democracia saludable. Y el ejecutivo debería hacer caso de Goethe cuando afirmaba que “es gran virtud del hombre sereno oír todo lo que censuran contra él, para corregir lo que sea verdad y no alterarse por lo que sea mentira”. En ese sentido, considero que la estrategia personal de Pedro Sánchez está siendo inteligente en términos generales, evitando entrar en el cuerpo a cuerpo con la oposición y con otros gobiernos autonómicos y locales. De este modo, consigue arrogarse una imagen institucional que es de agradecer en el contexto actual, y de paso evita caer en lo que ya advertía Tácito hace casi dos milenios: “irritarse por un reproche es reconocer que se ha merecido”. Aun así, dando por sentado la conveniencia de fiscalizar las medidas tomadas por el gobierno, tanto en su aspecto sustancial como en el temporal, me gustaría introducir dos matizaciones.

Por un lado, conviene que seamos prudentes y mesurados en las críticas contra unas decisiones tomadas en un marco absolutamente excepcional. A toro pasado, todos somos genios. Parece obvio que estas semanas se ha producido un aluvión de informaciones contrapuestas (despreocupados frente a alarmistas) e intereses cruzados (salud frente a economía) que colocaban en una posición complicadísima a cualquier gobernante del planeta. Y de hecho, los mandatarios de los países presuntamente más avanzados del mundo han cometido equivocaciones similares a la Moncloa: EEUU y Reino Unido han tomado medidas muchísimo más tarde que nosotros, y Alemania y Países Bajos también han sufrido incidentes parecidos a nuestra esperpéntica compra de test rápidos a Shenzhen Bioeasy.

En segundo lugar, debe diferenciarse la crítica constructiva, orientada a exigir al gobierno que actúe con más diligencia, de aquella que se arroja contra el ejecutivo simplemente para desgastarlo. Pensemos, por ejemplo, en las soflamas populistas a las que últimamente nos tienen acostumbrados Vox y sus camisas pardas digitales, o en los durísimos ataques vertidos por determinados sectores postconvergentes, que en este tema no han tenido el menor rubor en pasarse de un extremo al contrario de un día para otro: primero minusvaloraron el peligro del virus (se opusieron a la cancelación del Mobile World Congress y organizaron el acto de Perpignan cuando la ONU ya desaconsejaba las concentraciones multitudinarias) y una semana después se rasgaban las vestiduras porque Pedro Sánchez no lo paralizaba absolutamente todo (en un probable intento de que no cayera sobre ellos ningún reproche por los letales efectos derivados de los brutales recortes que Artur Mas impuso a la sanidad pública catalana).

Resulta innegable que estas semanas se están cometiendo muchos y graves errores en todos los estratos institucionales: algunos ayuntamientos tardaron en prohibir algunas actividades de riesgo, como el transporte público; las comunidades autónomas con la sanidad transferida no se aprovisionaron de materiales que hoy escasean, cuando ya habían saltado todas las alarmas; el gobierno estatal ha gestionado diversos temas con una agilidad y diligencia verdaderamente lamentables… Sin duda, alguien deberá responder por todas aquellas semanas de engañoso optimismo, por las dudas en la toma de medidas contundentes, por la utilización de una tragedia para ganar puntos en la batalla territorial, por el sometimiento cortesano de los medios de comunicación públicos y privados, por una producción legislativa propia de aficionados, por la falta de ejemplaridad institucional en tiempos de apretarse el cinturón, por una gestión de la comunicación opaca y autoritaria, por el incumplimiento de la cuarentena de quienes debían dar ejemplo, por determinados privilegios políticos en el acceso a algunos recursos médicos, etc.

Ciertamente, habrá que exigir explicaciones y dimisiones por todo ello. Pero, en mi opinión, éste no es el momento. No se trata de aceptar un trágala servil con cualquier ocurrencia que provenga de la Moncloa o la plaza de Sant Jaume. Obviamente, la fiscalización de la labor gubernamental debe mantenerse y agudizarse, precisamente porque ahora nos lo jugamos todo. Pero una cosa es enjuiciar y recriminar determinadas actuaciones para mejorar su eficacia, y otra hacerlo para torpedear al partido al que le ha tocado lidiar con estas complejas circunstancias. Critiquemos para construir, no para destruir. Sobre todo, ahora.

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