Resurrección

Publicado en el Diari de Tarragona el 12 de abril de 2020

Esta semana se cumplen cien días desde el inicio oficial de la mayor crisis epidémica del último siglo. Deberíamos remontarnos a la Gripe Española de 1918 para encontrar una pandemia de semejante alcance e impacto. Ciertamente, resulta difícil asimilar la velocidad a la que se han sucedido los acontecimientos.

Regresemos mentalmente al pasado 31 de diciembre. Mientras contemplamos despreocupadamente los fuegos artificiales en la bahía de Sidney, el informativo deja caer que el gobierno chino acaba de detectar una “neumonía de causa desconocida”. Pronto recibe el nombre de nuevo coronavirus, COVID-19. En realidad, el brote arranca un mes antes, con un grupo de personas vinculadas a un mercado mayorista de Wuhan, que manifiestan una dolencia sin identificar. Ahí arranca un trágico Vía Crucis que, de forma súbita e inesperada, ha transformado brutalmente nuestras vidas.

Pocos días después, la OMS advierte de que el brote puede tener graves consecuencias si no se toman medidas excepcionales. Pronto se confirma que el virus puede transmitirse entre humanos, y se decreta el cierre a cal y canto de la provincia de Hubei, con sesenta millones de habitantes, cuando todavía sólo se cuentan veinticinco fallecidos (o, al menos, ése es el dato oficial). La epidemia llega a Europa con un infectado procedente de China, y poco después aparece en Alemania el primer contagio local. Todavía estamos en enero.

Mientras aquí todos hablamos sobre el Brexit, un grupo de españoles es repatriado desde Wuhan a principios de febrero, y un turista germano da positivo en la Gomera. En Barcelona, ante la avalancha de cancelaciones, se suspende el Mobile World Congress, en contra de la opinión de las autoridades autonómicas y estatales, que insisten en que este virus no supone ningún peligro. A mediados de mes, miles de aficionadas del Valencia acuden a San Siro para asistir al partido contra el equipo de Bérgamo, epicentro de la epidemia en Europa. Y vuelven con una derrota y un microscópico compañero de viaje. Una semana después, el virus ya está presente en medio mundo, mientras nuestros dirigentes siguen diciendo que no hay de qué preocuparse. Y nosotros les creemos.

A primeros de marzo se disparan las muertes en Lombardía y el gobierno transalpino decreta el confinamiento de la población en sus hogares. Pocos días después, el ejecutivo español sigue su senda, porque las circunstancias cambian radicalmente al “anochecer del 8M”, según el ministro de Sanidad. Nuestras rutinas sufren una sacudida inconcebible, y de pronto nos vemos inmersos en una película postapocalíptica: se prohíbe salir a la calle sin justificación, arranca el acopio histérico de bienes básicos, se multiplican las personas con mascarilla en los supermercados, la policía establece controles en las carreteras, los militares comienzan a levantar hospitales de campaña… La cifra de víctimas crece sin cesar y los servicios de urgencias evidencian que su límite de capacidad se acerca peligrosamente. Cada vez somos más los que ponemos nombre y apellidos a una de esas víctimas potenciales: una madre, un abuelo, un amigo… Una ola de solidaridad y gratitud hacia el personal sanitario barre nuestra geografía, y comenzamos a interiorizar que vivimos unas jornadas que relataremos a nuestros nietos desde nuestra mecedora.

Los pronósticos son tan sombríos que el gobierno da un paso al frente y prohíbe acudir al puesto de trabajo, salvo que se trate de una actividad esencial. El miedo a la enfermedad se extiende ahora al ámbito económico, pues la paralización de la actividad productiva promete tener consecuencias devastadoras para todos: para las empresas, para los asalariados, para las administraciones, para los autónomos, para los que buscan trabajo… Nuestro mundo se derrumba y nadie se atreve a poner fecha al fin de la pesadilla. Las bolsas se hunden, los cibercuranderos triunfan en las redes, el índice de desempleo se desboca, y la frágil tregua política salta por los aires. Un desmejorado Fernando Simón insiste, desde su confinamiento, en que la dichosa curva está a punto de doblarse. Pero ya no nos fiamos de nadie, porque los mensajeros del optimismo son los mismos que nos prometieron que esta epidemia sería más leve que la gripe estacional. Nos pilla muy descreídos para dejarnos sedar con frases de Mr. Wonderful.

Sin embargo, esta semana todo parece haber cambiado. Poco a poco, comienzan a decrecer las cifras de contagios y fallecimientos diarios. Sin duda, son números muy inferiores a los reales (están muriendo miles de personas sin haberles realizado la prueba del virus) pero parece innegable que la espectacular labor de nuestros sanitarios y las medidas de confinamiento están empezando a dar sus frutos. Con prevención, vemos un fino rayo de luz al final del túnel.

Casualmente hoy, los cristianos de todo el planeta celebramos el Domingo de Resurrección, que coincidirá con el inicio de nuestro paulatino regreso a la normalidad. Esta semana, millones de ciudadanos que tenían vetada su actividad, volverán a sus puestos de trabajo para reactivar el maltrecho tejido productivo que nos da de comer absolutamente a todos, directa o indirectamente, y que sostiene nuestros servicios públicos. ¿Prematuro? El tiempo lo dirá. Por un momento, nos vimos perdidos en un mundo muerto y enterrado, pero el esfuerzo colectivo debe devolverlo a la vida. Ahora arranca una época de reconstrucción que durará meses y que no será sencilla. Falta mucho para recuperar nuestra libertad de movimientos, para ver nuestras empresas a pleno rendimiento, para volver a las cifras de turistas habituales, para regresar a los cines y a los estadios, para reabrir los colegios y universidades, para disfrutar de nuestros restaurantes y museos… Pero ese futuro llegará. Hoy comenzamos a edificarlo. Feliz Domingo de Resurrección.

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