Imprevisión y adaptabilidad

Publicado en el Diari de Tarragona el 26 de abril de 2020


A pesar de los llamamientos generalizados a unir fuerzas frente a la amenaza sanitaria y económica a la que nos enfrentamos, la bronca política mantiene el índice de decibelios previo al estallido de la crisis. La peor cara de nuestra cultura parlamentaria se está mostrando en toda su crudeza, con un ejecutivo encantado de haberse conocido y una oposición incapaz de reconocer el menor acierto a la gestión gubernamental. Estas dinámicas adolescentes pueden resultar más o menos sobrellevables en tiempos de bonanza, al margen de la pérdida de oportunidades y la desafección institucional que provocan. Sin embargo, en un contexto donde nos jugamos la supervivencia física de miles de personas, y la económica de centenares de miles de familias y negocios, el espectáculo que están ofreciendo sus señorías resulta deprimente e indignante. La inmensa mayoría de la ciudadanía está dando muestras de una seriedad y responsabilidad que deja a la altura del betún el comportamiento mayoritario de nuestra clase política. No nos merecemos este bochorno. Lamentablemente, a medida que pasan los días, cada vez resulta más difícil encontrar destellos de grandeza en nuestros dirigentes, empeñados en demostrar su incapacidad para pensar más allá de los intereses de partido. Todo lo contrario. El cálculo electoral está detrás de cada una de las palabras que dedican al adversario, aunque suponga lanzarse los muertos de un lado al otro del hemiciclo o del puente aéreo.

El principal reproche que la oposición está dedicando al Gobierno es su tendencia a la improvisación. En efecto, han sido muchas las medidas aprobadas por el ejecutivo que han debido ser sustancialmente modificadas a los pocos días (incluso horas) de haberse dictado. El listado es interminable. Por recordar sólo algunos ejemplos, hace apenas un mes el uso de mascarillas era totalmente innecesario (cuando no había suficientes), después se filtró que serían obligatorias (cuando ya estaban de camino), y ahora no se sabe muy bien qué pasará (mientras llegan a nuestras farmacias). A nivel laboral, el ejecutivo decidió inicialmente que el contagio por coronavirus en el trabajo no fuera considerado contingencia profesional, pero luego lo modificó por la presión del CSIF. Algo parecido sucedió con la posibilidad de que los autónomos pudieran compatibilizar la ayuda por cese de actividad con cualquier otra prestación ofrecida por la Seguridad Social, una eventualidad que el primer decreto prohibía y después tuvo que permitirse. También las medidas de hibernación económica han necesitado repetidas ‘notas interpretativas’ y ‘notas aclaratorias’, que frecuentemente incluían auténticas rectificaciones, como la exigida por el gobierno de Aragón a primeros de abril. Fue antológico el quiebro gubernamental con las peluquerías, que formaban parte de las actividades autorizadas en el primer texto de paralización, pero que fueron inmediatamente vetadas salvo en régimen de servicio a domicilio. La última serie de derrapes monclovitas ha tenido como circuito de pruebas el desconfinamiento infantil: primero iban a ser los menores de doce años y ahora de catorce, que en un principio sólo podrían salir a comprar pero luego también a pasear, inicialmente en unas horas concretas y ahora durante casi toda la jornada. Los ejemplos de este bamboleo gubernamental son infinitos, y han sido muchos los ciudadanos de buena fe que se han sentido en manos de un timonel beodo.

Sin embargo, también es cierto que los tiempos de las decisiones talladas en piedra han pasado a la historia, especialmente en unas circunstancias como las actuales. Lo que para algunos es síntoma de caos y desgobierno, para otros constituye una muestra de capacidad de adaptación y flexibilidad. Ciertamente, hay pocas naciones en el mundo que puedan presumir de haber reaccionado de forma acertada y fulminante al reto que asomaba en el horizonte: Corea del Sur, Taiwán, República Checa y poco más. Probablemente, el gran error de los países occidentales se produjo durante el mes de febrero, cuando la experiencia china comenzaba a sugerir la envergadura del riesgo, y sin embargo no se tomaron medidas preventivas cuando todavía era posible: adquirir respiradores de forma masiva, diseñar un plan para medicalizar las residencias de mayores, comenzar a construir hospitales de campaña, adaptar infraestructuras nacionales para fabricar test y producir en masa todo tipo de elementos de protección como mascarillas, guantes o batas, etc.

¿Por qué no se hizo? Posiblemente, por un cálculo optimista sobre la resistencia de nuestro sistema de salud, y por no repetir experiencias anteriores donde se había sobredimensionado una amenaza sanitaria. Puede que algunas epidemias previas de menor impacto (SARS, ébola, gripe A…) hayan causado una dramática reproducción de la fábula del pastor mentiroso, atribuida a Esopo: ¡que viene el lobo! Lamentablemente, a la enésima falsa alarma, el depredador fue auténtico. Y una vez sumergidos en esta pesadilla trágica y vertiginosa, tener el coraje para corregir decisiones erróneas puede resultar esencial para reducir su impacto sanitario y económico. Ciertamente, en un contexto como el actual, son muchas las medidas que deben someterse a una validación por prueba y error, y sinceramente, prefiero tener al mando a un gestor capaz de adaptarlas según la información de la que se disponga en cada momento, que a un gobernante empeñado en tener siempre razón, aunque este empecinamiento nos conduzca al desastre por un mal entendido sentido de la coherencia.

Probablemente, como sucede con casi todo, la clave se encuentre en buscar un justo medio. Es importante analizar cada medida en profundidad y anunciarla con tiempo para que la ciudadanía perciba que existe una estrategia, pero también es fundamental la capacidad para amoldar las decisiones a la evolución de las circunstancias. Planifiquen a conciencia, por favor, pero de forma dinámica. Rectifiquen cuando convenga, por favor, pero sin marearnos innecesariamente.

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