Malos tiempos para la democracia

Publicado en el Diari de Tarragona el 5 de abril de 2020


La historia clásica nos enseña hasta qué punto somos herederos de una tradición multidisciplinar con dos milenios de antigüedad: las artes, el derecho, el deporte, la filosofía, la política… Y también la forma de afrontar grandes amenazas colectivas, como una guerra, un levantamiento interno… o una peste. Por ejemplo, en la Roma republicana, este tipo de retos descomunales quebraban el funcionamiento habitual del sistema, y el Senado emitía un decreto (‘senatus consultum’) autorizando a los cónsules a nombrar un ‘dictator’. El primer magistrado en asumir esta función fue Tito Larcio, en el año 501 a. C., y el éxito de la experiencia mantuvo activa esta institución, de carácter siempre excepcional, hasta la muerte de Julio César.

De todos modos, esta figura guardaba sensibles diferencias con el concepto que actualmente tenemos de un dictador. Se trataba de otorgar plenos poderes a una persona concreta para llevar a buen término un encargo específico, de modo que el nombramiento decaía en el plazo de seis meses o cuando el objetivo originario se alcanzaba. Durante este tiempo, el dictador hacía valer su ‘imperium’ para resolver el problema, y la posibilidad de oponerse a sus decisiones quedaba sensiblemente reducida para el resto de instituciones republicanas. La principal lección de este antiguo sistema es que aquellos tipos con toga y sandalias ya eran conscientes de que la eficacia, en épocas de grave crisis, frecuentemente choca con las dinámicas institucionales previstas para tiempos más sosegados.

Esta dialéctica suele resumirse hoy en el binomio libertad-seguridad, y se ha vuelto a poner de manifiesto con motivo de la crisis del Covid-19. En efecto, lo que los romanos descubrieron hace más de dos mil años sigue perviviendo en nuestro subconsciente colectivo: la convicción de que los momentos excepcionales requieren modelos excepcionales de gobernanza. De hecho, gran parte de los gobiernos occidentales se han arrogado competencias normalmente descentralizadas, y han aprobado el estado de emergencia o figuras semejantes. ¿Quién nos iba a decir, hace apenas un mes, que podrían multarnos por pasear por la calle una mañana de domingo?

Sin embargo, no todas las medidas que limitan nuestros derechos y libertades son tan evidentes. Pensemos, por ejemplo, en el artículo 9.2 i) del Reglamento General de Protección de Datos de la UE, que relaja la protección sobre el tratamiento de nuestra información sensible cuando sea “necesario por razones de interés público en el ámbito de la salud pública, como la protección frente a amenazas transfronterizas graves para la salud”. Parece razonable preguntarse qué está pasando con los trillones de datos que estamos intercambiando estos días por internet, especialmente en el caso de los menores que interactúan con sus escuelas a través de aplicaciones pertenecientes a las grandes plataformas de software, cuyo negocio fundamental es la venta de perfiles. Como prueba de la información que atesoran estas corporaciones, Google ha hecho público esta semana un exhaustivo informe sobre los cambios de hábitos en 130 países, gracias a los sistemas de geolocalización de los teléfonos móviles. Confiemos en que esta lógica excepción reglamentaria se esté aplicando para el fin que tiene previsto, y que alguna autoridad pública esté supervisando las maniobras del sector digital en estos tiempos caóticos.

En cualquier caso, somos unos privilegiados. El primer ministro húngaro, Viktor Orbán, ha usado esta semana el coronavirus como excusa para asumir poderes extraordinarios que le permitirán gobernar por decreto indefinidamente, con la posibilidad de suspender leyes y bloquear la divulgación de informaciones que considere contraproducentes. No ha tardado mucho el ejecutivo esloveno de Janez Janša en seguir el ejemplo de sus vecinos del este, tomando unas medidas contra la pandemia que suponen un flagrante menoscabo de la democracia y la libertad de prensa. Por su parte, mientras el rey de Tailandia, Maha Vajiralongkorn, disfruta de su confinamiento en un lujoso resort alemán junto a veinte concubinas, el gobierno de Bangkok ha iniciado un camino autoritario que algunos observadores contemplan con inquietud. Y eso por no hablar de Filipinas, donde su descerebrado presidente ha dado orden de disparar a matar a quien se salte la cuarentena: “si causas problemas, a la tumba” (recordemos que la oscura campaña de Rodrigo Duterte contra el tráfico de drogas se está saldando con una treintena de ejecuciones extrajudiciales diarias).

Lamentablemente, apuesto a que muchos ciudadanos de estos países habrán aplaudido estas medidas. En efecto, cuando las circunstancias sobrepasan determinado umbral crítico de miedo, la turba se deja hipnotizar con el péndulo de un poder absoluto que lo resuelva todo. Como afirmó recientemente José María Lassalle, Director del Foro de Humanismo tecnológico de ESADE, “que China se muestre más eficiente es una mala noticia para la libertad”. Convendría recordar que, hace casi un siglo, un tipo bajito de El Ferrol convenció a los conservadores y liberales de que sólo deseaba frenar el riesgo de quedar bajo la órbita soviética y convocar después elecciones democráticas, pero finalmente se quedó cuatro décadas en el palacio de El Pardo. Frente a esta tentación autoritaria, que la sufre tanto la derecha reaccionaria como la izquierda populista, debemos regresar a la sabiduría clásica para buscar un cierto equilibrio entre la eficacia en tiempos de crisis y la garantía de los derechos y libertades de la ciudadanía. Parece razonable otorgar poderes excepcionales y concentrados para optimizar la gestión de la pandemia, pero sin perder de vista los dos límites que impusieron los padres de la república romana: el objetivo y el tiempo. Evitemos que la pandemia, además de una tragedia sanitaria, se convierta también en un paso atrás para la democracia en el mundo.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El beso

Una moto difícil de comprar

Bancarrota