Primeras lecciones de una pandemia

Publicado en el Diari de Tarragona el 9 de abril de 2020

Es ley de vida. Cuando más confiados nos sentimos, cuando más despreciamos nuestras limitaciones, cuando más seguros estamos de nuestras capacidades, cuando más encantados estamos de habernos conocido… justo entonces suele venir la vida y nos da una bofetada con la mano abierta. Supongo que nos ha sucedido a todos, tanto a nivel individual (en nuestra profesión, en nuestras relaciones, en nuestra salud) como en el plano colectivo (en nuestra familia, en nuestra empresa, en nuestra ciudad). Y la pandemia del coronavirus puede proporcionarnos una de esas lecciones que tardaremos décadas en olvidar. Si Dios quiere.

Por un lado, el confinamiento se está convirtiendo en una gran escuela a nivel personal. Ahora comenzamos a apreciar el inmenso valor de algunas cosas que hace un mes dábamos por supuestas: compartir mantel con nuestros familiares, tomar un café en la terraza de un bar, dar un paseo en una mañana de domingo, compartir unas cervezas con nuestros amigos… Y paralelamente, empezamos a atisbar la escasa relevancia de algunas preocupaciones que suelen quitarnos el sueño injustificadamente. Charles Chaplin afirmaba sabiamente que “todos somos aficionados. La vida es tan corta que no da para más”. En efecto, la experiencia individual es ridículamente insignificante, lo que nos impone aprovechar las pocas vivencias relevantes que se nos ofrecen durante el tiempo que caminamos por este mundo. Cuando todo haya pasado, intentemos valorar lo que hoy se nos muestra vedado.

En segundo lugar, también hemos extraído conclusiones sobre las prioridades colectivas: la importancia de contar con un eficiente sistema público de salud y de cuidados gerontológicos, el deber de invertir en investigación para adelantarnos a las crisis futuras, la necesidad de implementar modelos de resiliencia que nos permitan afrontar catástrofes de difícil o imposible previsibilidad, la repercusión de ser rigurosos en el acatamiento de las directrices que decretan las autoridades, la inmensa fortuna de disponer de una red de voluntariado que siempre arrima el hombro cuando faltan manos para atender a los más vulnerables, la constatación de que la trascendencia social de un agricultor o una cajera de supermercado es mucho mayor que la de un futbolista o una modelo cuando las cosas vienen mal dadas…

A nivel empresarial y profesional, puede que esta pandemia tenga efectos tanto negativos como positivos. Entre los primeros, sin duda, afrontamos una inminente debacle económica que probablemente convierta el crash financiero de 2008 en un juego de niños (la OIT prevé una pérdida de 200 millones de empleos en el mundo). Sin embargo, también es cierto que esta crisis -como todas las crisis- nos ha brindado una oportunidad, en este caso de comprobar la viabilidad de la actividad laboral desde casa. Hasta ahora, la obsesión presencialista del empresariado tradicional había frenado la normalización del teletrabajo, pero la necesidad de implementarlo durante estas semanas quizás haya desterrado algunos prejuicios. Todavía son muchos los que observan esta práctica como una simple ocurrencia sin recorrido, cuando lo cierto es que constituye una de las claves para afrontar algunos de los principales retos a los que se enfrenta nuestro continente: la contaminación derivada de los desplazamientos masivos, la baja natalidad vinculada a la imposible conciliación profesional y familiar, la falta de flexibilidad frente a la competencia de los países emergentes, etc.

En cuarto lugar, también deberíamos extraer alguna moraleja a nivel político. Efectivamente, a todos los niveles institucionales, este difícil contexto nos ha permitido ser plenamente conscientes de la trascendencia de contar con una clase política responsable, experimentada, resolutiva y preparada, o de abandonar nuestra suerte en las manos de una panda de oportunistas, aficionados, torpes y diletantes. Quizás, la próxima vez que acudamos a las urnas, el factor ideológico tenga un peso menos relevante en la conformación de nuestras decisiones electorales. Desde la nueva perspectiva que nos ha concedido esta crisis, parece preferible ser gobernados por un gran profesional con el que discrepemos, que depender de un inútil sin remedio con el que estemos totalmente de acuerdo.

Por último, la naturaleza ha vuelto a demostrar la irracionalidad de la soberbia humana, cuando nos creíamos capaces de controlarlo absolutamente todo. Con razón afirmaba Antonio Porchia que, “si no levantas los ojos, siempre creerás que eres el punto más alto”. Desde una óptica biológica, sólo somos unos tipos insignificantes que conviven en el planeta con otros trillones de seres vivos, cuyo devenir no se somete necesariamente a las reglas que queremos imponerles. Sin duda, estas semanas se ha infringido un duro golpe a la ensoñación de la naturaleza dominada y a las versiones más optimistas del determinismo tecnológico.

Esta última corriente de pensamiento defiende que la técnica es capaz, por sí misma, de incidir de manera directa y positiva en el desarrollo de la sociedad, ya sea en su versión más dura (este desarrollo es inexorable y autónomo respecto de la voluntad humana) o más blanda (las personas conservamos cierta capacidad de decisión sobre el rumbo de estos avances). Aunque no son pocos los tecnorelativistas que observan estas dinámicas como un riesgo, la gran mayoría de ciudadanos habíamos asimilado este desarrollo como un progreso milagroso que ya estaba acabando con todos nuestros males. Es una lástima que la resaca de esta borrachera tecnológica vaya a ser tan trágica. Ha bastado que un tipo anónimo se tomase una sopa de murciélago, en un mercado de la China profunda, para derrumbar de forma estruendosa nuestro babélico castillo de naipes. Ya lo decía Murakami: “el tabique que separa la sana autoconfianza de la insana arrogancia es realmente fino”.

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