Cien horas de gracia


Publicado en el Diari de Tarragona el 21 de noviembre de 2011

Los comicios menos disputados de nuestra historia reciente han certificado lo que todas las encuestas auguraban: una abrumadora mayoría social ha apostado todo al azul, destrozando el hasta hoy firme suelo electoral de los socialistas. El PP ha ganado en España… y en la ciudad de Tarragona. Hacía tres décadas que ningún partido de oposición vencía en unas elecciones generales por mayoría absoluta. 

Dado el volumen de la espantada socialista, parece necesario analizar el camino electoral seguido por esos cuatro millones de papeletas perdidas. Como primer factor, era previsible que un nutrido bloque de antiguos votantes del PSOE decidiese ayer quedarse en casa, tras sentirse traicionados en sus principios ideológicos durante este último mandato. También ha existido un corrimiento electoral hacia la resucitada IU, como último bastión izquierdista para aquellos sectores más ideologizados, que priorizan las políticas efectivas sobre los lemas biensonantes. Por último, seguro que se han multiplicado los ciudadanos pragmáticos que han optado por la gestión eficaz, más allá de afinidades ideológicas, votando a un candidato conservador que difícilmente lo haría peor que ZP. 

Hace unos días, un buen amigo me comentaba acertadamente que el proceso que estamos viviendo recuerda a la vieja figura romana del dictator republicano, un gobernante al que el senado otorgaba plenos poderes de forma temporal para afrontar épocas de especial dificultad. Esperemos que Rajoy, a diferencia de Aznar, no necesite un hombre susurrante que le ponga los pies en el suelo en su marcha triunfal (hominem te esse memento). Dudo que haga falta explicarle que el respaldo que ha recibido apenas se debe a sus especiales dotes como estadista, sino a la falta de alternativa viable y a la evidente necesidad de un ejecutivo con suficiente margen de maniobra para emprender las imperiosas reformas estructurales que el país necesita. 

En cualquier caso, la fiesta ha viajado de Ferraz a Génova, y mientras una multitud aclama al nuevo líder mesiánico (Ave, Mariano), otros lo reciben temiendo el final de nuestro estado del bienestar (morituri te salutant). Pese a recibir una herencia envenenada, Rajoy tiene ahora la oportunidad de refutar con hechos su supuesta insensibilidad social, empezando a recortar por donde se debe (duplicidades institucionales, gastos injustificables, gigantismo administrativo…) sin volcar la cuenta de la crisis sobre los menos favorecidos (sanidad pública, educación…). A su favor tendrá un Congreso postrado a sus pies, con unos partidos nacionalistas que han perdido la poción mágica que permitía doblegar al Imperio con un limitadísimo número de efectivos, mientras un PSOE enviado a galeras por la ciudadanía bastante tendrá con resolver sus propios problemas de liderazgo (seguro que en el próximo congreso ordinario, como en la escena final de la película de Kubrick, aparecen más Espartacos de los previsibles). 

Eso sí, que Rajoy se olvide de los cien días de gracia: ha tenido siete años para decidir lo que iba a hacer al día siguiente de su victoria. No hay un minuto que perder.

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