Miedo al miedo

Publicado en el Diari de Tarragona el 27 de febrero de 2020


Con relativa frecuencia, el verdadero riesgo que corremos ante una contingencia externa no es la propia peligrosidad del desafío sino la forma en que respondemos ante él, planteando una reacción excesiva, insuficiente o desnortada. Puede que la crisis del coronavirus sea una de esas situaciones en las que el error en la respuesta termina siendo más nocivo que la propia amenaza.

Esta semana, la epidemia del COVID-19 ha dejado de ser una noticia lejana, para transformarse en una realidad inquietantemente próxima. Nos enfrentamos a un agente infeccioso con un alto índice de contagio, lo que convierte en ridícula la pregunta sobre si nos tocará convivir con sus efectos en nuestro entorno inmediato. Sin duda sucederá, antes o después. Los datos que manejan los expertos sugieren ciertas similitudes entre esta afección y la gripe, tanto en sus síntomas como en su alta tasa de transmisión y escasa capacidad letal. Según la OMS, el índice de mortalidad del COVID-19 está entre el 2 y el 4% en el epicentro chino, pero desciende hasta el 0,7% en el resto del mundo. Además, la inmensa mayoría de los fallecidos suelen ser personas de edad avanzada o con enfermedades previas que las hacen especialmente vulnerables. Para hacernos una idea comparativa que relativiza las magnitudes de la crisis actual, la gripe común infectó el año pasado a 525.300 españoles, provocando la muerte de 6.300 de ellos. Y a nadie se le ocurrió abandonar sus rutinas diarias por ello.

Sin embargo, a medida que el coronavirus se expande por el mundo, la población manifiesta una creciente inquietud que se ve paradójicamente retroalimentada por las medidas decretadas por algunas autoridades. En efecto, el pánico que los medios de comunicación han extendido entre la ciudadanía está forzando a los responsables políticos a tomar decisiones contundentes para que la población se sienta protegida, y es precisamente esta drástica estrategia la que está convenciendo a los ciudadanos de que existen motivos para sentir alarma.

La gestión del miedo será el mayor reto al que deberán enfrentarse nuestras autoridades durante los próximos meses. Aunque hasta ahora parecía relativamente sencillo controlar la psicosis social cuando veíamos imágenes de las calles desiertas en Wuhan, será mucho más complejo contener la hipocondría colectiva cuando el COVID-19 desate en nuestras comarcas sus efectos más nocivos. Y que conste que no se trata de salir en televisión diciendo que no pasa nada, pues no hay nada que genere más histeria en un país latino que un gobernante afirmando solemnemente que no existe ningún motivo para el pánico.

Toda la vida hemos convivido despreocupadamente con varias decenas de muertes anuales entre nuestros vecinos, la mayoría ancianos o enfermos crónicos, causadas por todo tipo de virus. Sin embargo, teniendo en cuenta el morboso tratamiento que se ha dado informativamente a esta crisis, parece obvio que el primer fallecimiento por coronavirus en nuestra ciudad desatará una auténtica conmoción local. Y, sabiendo que ese momento va a llegar, debería promoverse anticipadamente una reflexión sosegada y razonable sobre nuestra actitud ante este reto, más psicológico que médico, porque nuestra respuesta puede convertir un problema grave, pero no crítico, en una auténtica catástrofe.

Si hacemos caso a lo que dicen los epidemiólogos, lo más razonable es que la población sana (la inmensa mayoría) continúe con su vida habitual, respetando una serie de normas básicas de precaución: lavarnos las manos frecuentemente con desinfectante; taparnos correctamente la boca y la nariz al toser o estornudar; mantener una distancia de seguridad de un metro con las personas que tosan, estornuden y tengan fiebre; no tocar nuestros propios ojos, nariz y boca; evitar el consumo de animales crudos o poco cocinados; solicitar atención médica rápidamente si tenemos fiebre, tos y dificultad para respirar, etc.

Sin embargo, frente a esta estrategia responsable pero serena, algunas autoridades parecen apostar por medidas excepcionales de contención -puertas al campo- que multiplican el pánico que amenaza con provocar un colapso económico: cuarentenas multitudinarias (China), cierre de fronteras (Irán), limitaciones a la movilidad (Italia)… Precisamente, mi hija mayor estuvo hablando anoche con una amiga suya que vive en esta última región, y describía un escenario que quizás vivamos nosotros en breve: cierre de centros educativos, suspensión de actividades colectivas, etc. En pocas semanas, gran parte de las ciudades europeas registrarán índices de afectación similares a las áreas que hoy viven restricciones, y algunos expertos calculan que tardaremos dieciocho meses en conseguir una vacuna eficaz contra el virus. ¿Acaso el plan consiste en paralizar el mundo durante más de un año?

Hace días que algunos economistas comienzan a augurar una recesión en Italia si el COVID-19 sigue avanzando (que lo hará, obviamente) y las principales bolsas mundiales están sufriendo desplomes sin precedentes. Pero lo que da miedo no es el virus, sino el miedo al virus. En efecto, se trata de efectos colaterales que tienen más que ver con la histeria colectiva que con la propia enfermedad, pues la interdependencia y la fluidez de movimientos forman parte sustancial de las dinámicas que alimentan la economía global. El desabastecimiento desde China comienza a paralizar numerosas factorías europeas, y las repercusiones sobre el sector turístico pueden ser devastadoras. ¿Cuántos paranoicos se negarán a acudir a un aeropuerto este verano? Esperemos que la racionalidad impere, pues una reacción desmesurada ante esta epidemia puede terminar convirtiendo la crisis sanitaria en el menor de nuestros problemas.

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