Él fue Espartaco

Publicado en el Diari de Tarragona el 9 de febrero de 2020


Herschel Danielóvich fue un campesino judío, nacido a finales del siglo XIX en la región bielorrusa de Maguilov, cuando este territorio aún pertenecía al Imperio Ruso. Buscando mejor fortuna, decidió emigrar a Estados Unidos, instalándose en el pequeño pueblo de Amsterdam, cerca de Nueva York. Allí vivía modestamente, junto a su mujer y sus siete hijos. La precaria economía familiar obligó al único varón, Issur, a realizar pequeños trabajos remunerados cuando aún iba al colegio, una responsabilidad que se tornó aún más acuciante cuando Herschel les abandonó. 

El pequeño Issur mostró siempre una energía aparentemente inagotable, que pronto orientó hacia las cuatro facetas que marcaron su vida: una enorme capacidad de trabajo (repartía periódicos, vendía refrescos por la calle…), la pasión por la interpretación (ganó una medalla en la escuela por recitar el poema ‘Across the Border’), la lucha libre (participó en diversas competiciones), y una defensa ardiente de sus convicciones (era un auténtico líder en el equipo de debate del colegio). A los diecisiete años quiso dar el salto a la universidad de St. Lawrence, y ante los exiguos recursos económicos de los Danielóvich, se atrevió a escribir directamente al decano, quien aceptó matricularlo a cambio de su trabajo como jardinero y bedel. Allí obtuvo el título de ‘Bachelor of Arts’, ingresó en la compañía teatral ‘The Mummers’, ganó el campeonato universitario de lucha libre, y continuó defendiendo vehementemente sus convicciones. 

Poco a poco, la interpretación fue emergiendo como su talento dominante. Tal y como él mismo reconocía décadas después, “yo quise ser actor desde niño. Siendo muy pequeño, participé en una obra de teatro donde interpretaba a un zapatero. Después de la representación, mi padre me dio mi primer Oscar: un cono de helado”. Tras graduarse, consiguió una beca en la Academia Norteamericana de Arte Dramático de Nueva York. Allí descubrió que su nombre, Issur Danielovitch Demsky, no era adecuado para la industria del cine. Desde entonces se llamó Kirk Douglas. 

Su despegue como actor se vio interrumpido por el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Fue alférez de submarinos en el Pacífico, y tras licenciarse con honores, volvió a Nueva York para casarse con su antigua compañera de estudios dramáticos, Diana Dill, con quien tuvo dos hijos: Michael y Joel. Menos de una década después, fruto de una secuencia interminable y admitida de infidelidades (Marlene Dietrich, Rita Hayworth, Joan Crawford, Mia Farrow, Faye Dunaway…), Diana solicitó el divorcio. El actor, ya consagrado, contrajo nuevo matrimonio con Anne Mars Buydens poco después. De esa relación nacieron dos nuevos vástagos, Peter y Eric, éste último de aciago recuerdo, tras una vida plagada de polémicas y excesos que concluyó prematuramente por una fatídica combinación de alcohol y pastillas en 2004. El intérprete volvió a sufrir un infierno parecido con su nieto Cameron, a quien visitaba en la cárcel pese a su avanzada edad, aunque afortunadamente este caso no tuvo un final tan trágico. 

La carrera artística del último superviviente de la época dorada de Hollywood es sobradamente conocida. Desde muy joven comenzó a trabajar con los grandes, como Joseph L. Mankiewicz, Stanley Kramer o Vincente Minnelli. Ya en sus primeros papeles demostró un talento extraordinario, como en una película por la que siento personal debilidad: ‘El extraño amor de Martha Ivers’. A lo largo de los años encarnó personajes que ya forman parte de los anales del séptimo arte, como el esclavo más famoso de la historia en ‘Espartaco’, Van Gogh en ‘El loco del pelo rojo’, o el coronel Dax en ‘Senderos de gloria’. Sin embargo, estos trabajos no fueron reconocidos por motivos neblinosos, como el rechazo que provocaban sus ideas izquierdistas en pleno macarthismo, o el pleito que mantuvo con Stanley Kubrick. Finalmente, la Academia se vio obligada a rectificar esta manifiesta injusticia, dedicándole un Oscar honorífico en el cincuenta aniversario de su debut en la gran pantalla. El galardón se lo entregó Steven Spielberg, con quien mantenía una estrecha amistad, y que ha dejado escrito esta semana: “me honra haber sido una pequeña parte de sus últimos cuarenta y cinco años. Echaré de menos sus notas escritas a mano, cartas y consejos paternos. Su sabiduría y su coraje son suficientes para inspirarme durante el resto de mi vida”, 

Tampoco debe minusvalorarse el papel pionero que Kirk Douglas ejerció en el ámbito de la producción cinematográfica. Efectivamente, este hombre indomable cambió las reglas del juego que regían el ‘star-system’, tomando la decisión de fundar su propia compañía para poder trabajar al margen de los grandes estudios. Así pudo financiar sus películas más icónicas, y también otras menos populares como ‘La luz del fin del mundo’, rodada cerca de Cadaqués. 

Son muchas las escenas que han quedado grabadas en nuestras retinas gracias a su trabajo como intérprete y productor. Resulta imposible, por ejemplo, olvidar al grupo de esclavos bramando “yo soy Espartaco” ante la mirada atónita de su líder, que como el actor que lo encarnaba, desafió a su destino y terminó haciéndose un hueco en la historia. Pero si tuviera que elegir, me quedaría con la secuencia final de ‘Senderos de gloria’, un durísimo alegato antimilitarista que el franquismo mantuvo prohibido durante décadas. Una joven alemana (Susanne Christian, inminente esposa de Kubrick) es subida a un escenario para escarnio de los soldados franceses, y de forma mágica, logra romper la costra de inhumanidad que cubre sus almas cantando una sencilla melodía. Nunca se plasmó de forma tan conmovedora cómo el odio puede ser derrotado por el reconocimiento del propio sufrimiento en el de los otros. Sólo por esta escena debemos gratitud eterna al viejo Kirk. 

Hasta siempre, Issur. Y gracias.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El beso

Una moto difícil de comprar

Bancarrota