¿Debemos preocuparnos?

Publicado en el Diari de Tarragona el 13 de febrero de 2020


La cifra oficial de fallecidos por el nuevo coronavirus (2019-nCoV) ya ha superado el millar, mientras la población de todo el planeta manifiesta serias dudas sobre la forma de interpretar las noticias que se suceden en los medios. Más allá del análisis científico del problema (aunque soy hijo y nieto de médicos, el conocimiento no se transmite por los genes) la forma en que se está gestionando la comunicación de esta crisis parece manifiestamente mejorable. En efecto, la mayoría de los ciudadanos asiste estupefacta a un desconcertante bombardeo informativo, difícilmente estructurable en términos de coherencia y verosimilitud. 

Por un lado, el pánico desatado no parece cuadrar con los números que se manejan actualmente. Para poner los efectos letales del virus en un contexto razonable de magnitudes, pensemos que la gripe común provoca cada año 40.000 muertes sólo en EEUU, según el Centro de Control de Enfermedades de Atlanta. Sin embargo, cuando apenas habían fallecido trescientos infectados por el coronavirus, todas las sirenas de emergencia saltaron a nivel global. En este sentido, es lógico que la ciudadanía se sorprenda por la alarma que se ha creado, especialmente si realizamos un sencillo ejercicio memorístico. 

Todos recordamos el terror desatado en 2009 por a Gripe A, bautizada oficialmente como Virus H1N1/09 Pandémico. Este virus provocó en catorce meses 19.000 víctimas en todo el mundo, una cantidad humanamente terrible pero objetivamente modesta, teniendo en cuenta que la gripe común mata a casi un millón de personas al año en el planeta, según datos de la Organización Mundial de la Salud. De hecho, el Consejo de Europa abrió una investigación sobre la gestión de esta alerta sanitaria, respaldando las denuncias que se multiplicaron en la prensa especializada sobre la influencia de las empresas farmacéuticas en este pánico generalizado. El propio Wolfgang Wodarg, el epidemiólogo que presidió la Subcomisión de Salud del Consejo de Europa, acusó a los laboratorios de “organizar una psicosis” para recuperar los fondos invertidos en el desarrollo de la vacuna correspondiente. 

Sin embargo, en el reverso contrario de la polémica, también es cierto que determinados indicadores objetivos sugieren que la gravedad de la epidemia del coronavirus no es precisamente imaginaria. Por ejemplo, hace un par de semanas las bolsas asiáticas sufrieron una de las mayores caídas de la última década. Por otro lado, el bloqueo de varias regiones chinas está suponiendo un cataclismo productivo que difícilmente asumirían sus autoridades si no hubiese motivos de peso que lo justificasen. Efectivamente, la suspensión masiva de actividades en miles de fábricas está paralizando la economía del país, un terremoto que llegará a occidente cuando se nos agoten los stocks llegados antes de la crisis sanitaria. Ciertamente, existen poquísimos productos europeos y norteamericanos que no incluyan ningún componente chino, un factor que augura un parón de producción inminente en nuestro propio entorno, y que está propiciando un interesante debate sobre la necesidad de replantearnos nuestra peligrosa dependencia del gigante asiático. 

En definitiva, lo que desconcierta a gran parte de la opinión pública mundial es la dificultad para compatibilizar unas modestas cifras oficiales de contagio con una alarma internacional absolutamente desatada que, por ejemplo, acaba de provocar la cancelación del Mobile World Congress de Barcelona, perdiendo un impacto económico previsto de 500 millones de euros en la ciudad condal. Nos enfrentamos a una crisis de confianza, uno de los fenómenos característicos del nuevo milenio, que nos obliga a elegir entre desconfiar de las verdaderas causas del pánico (¿acaso no estaremos asistiendo a una nueva ceremonia de la confusión, promovida por la industria farmacéutica, como en el caso de la Gripe A?) o desconfiar de las cifras oficiales que aporta el gobierno chino (¿acaso debemos creer sumisamente que un país de 1.500 millones de habitantes puede paralizarse por unos centenares de fallecidos, que presuntamente ya estaban débiles por su edad o salud en el momento del contagio?). 

Algunas conocidas voces de nuestro sector sanitario ya han aportado su valoración sobre estas cuestiones. Por ejemplo, el Dr. Pedro Cavadas, un cirujano reconocido internacionalmente por sus éxitos en el campo de los trasplantes, ha puesto explícitamente en cuestión las cifras facilitadas por el gobierno chino: “no hace falta ser muy listo para pensar que son 10 o 100 veces más". ¿Teoría conspiranoica? Por el contrario, la directora de Salud Pública y Medio Ambiente, María Neira, ha rebatido la tesis del cirujano, señalando que la OMS dispone de "información muy precisa" sobre el brote de coronavirus de China, y por tanto descarta que el país esté ocultado información. ¿Podría decir otra cosa? 

Supongo que no tenemos más remedio que confiar en el buen trabajo de los profesionales de la medicina y la investigación, mientras intentamos reducir las posibilidades de contagio acatando los consejos facilitados por los expertos: lavarnos las manos frecuentemente con desinfectante; taparnos correctamente la boca y la nariz al toser o estornudar; mantener una distancia de seguridad de un metro con las personas que tosan, estornuden y tengan fiebre; no tocar nuestros propios ojos, nariz y boca; evitar el consumo de animales crudos o poco cocinados; solicitar atención médica rápidamente si tenemos fiebre, tos y dificultad para respirar, etc. Esperemos que esta epidemia sea más leve de lo que auguran los más pesimistas, porque de lo contrario nos enfrentamos a una colosal amenaza sanitaria, que además traerá consigo un colapso comercial y productivo de magnitud pavorosa. Crucemos los dedos.

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