¿Auge o declive del panóptico digital?

Publicado en el Diari de Tarragona el 2 de febrero de 2020


Las nuevas ideas ilustradas de finales del siglo XVIII impulsaron la esperanza de lograr métodos de reinserción social para la población reclusa de la época, frecuentemente alineados con postulados de corte rousseauniano. Entre otras iniciativas, el filósofo Jeremy Bentham planteó una propuesta arquitectónica rompedora, el panóptico, que básicamente consistía en un modelo circular de construcción carcelaria, con una red de celdas perimetrales que permitía contemplar su interior en todo momento a los vigilantes y al resto de reclusos. El objetivo era lograr la modificación del comportamiento del delincuente por el efecto psicológico que provocaba el hecho de percibirse en todo momento potencialmente observado. Este “sentimiento de omnisciencia invisible” pretendía una renovación moral, sin necesidad de menoscabar la integridad física de los reclusos. Se construyeron decenas de cárceles bajo con este modelo, aunque sus resultados prácticos fueron mucho menos revolucionarios de lo esperado, más allá de poder controlar el recinto con un número reducido de guardias. 

Ya en el siglo XX, Michel Foucault adoptó este concepto como metáfora de una sociedad crecientemente vigilada por los tentáculos del poder. Para este autor, las nuevas dinámicas de la vida contemporánea nos han sumergido en un modelo disciplinario, con reminiscencias orwellianas, que controla el comportamiento de los individuos mediante la imposición de la observación. Estos mecanismos basados en el principio del panóptico permiten que el poder no tenga que ser ejercido y manifestado de forma explícita y continua, sino que es inconscientemente acatado por los propios ciudadanos que autogestionan su forma de comportarse de modo autocensurado por saberse vigilados en todo momento. 

El cambio de siglo ha dado un nuevo significado al concepto de Bentham, y actualmente se habla de panóptico digital para referirse al modelo de relaciones que se deriva de la creciente pérdida de privacidad derivada de la proliferación de tecnologías intrusivas: la instalación de la mayoría de aplicaciones en nuestros teléfonos móviles exige la cesión de información privada (contactos, fotografías, correspondencia), los asistentes de voz escuchan permanentemente las conversaciones que mantenemos en nuestros hogares, las cámaras con reconocimiento facial están constantemente activadas, los navegadores instalados en nuestros coches y smartphones registran todos nuestros movimientos, los buscadores nos bombardean con publicidad y noticias que un algoritmo considera idóneas para nosotros... ‘Black mirror’ se está convirtiendo en una comedia costumbrista. 

Este desnudamiento digital ha cambiado la percepción sobre el sentido de la propia privacidad, provocando una creciente desinhibición resignada de la población: puesto que mi intimidad ha desaparecido, no tiene sentido continuar protegiéndola. Así se explica, por ejemplo, cómo millones de usuarios de las redes sociales comparten en abierto información sensible o fotografías que hace apenas una década sólo habrían mostrado a sus familiares o amigos más íntimos. Ni siquiera somos ya sensibles a las noticias que constatan que este inmenso caudal de datos se gestiona de forma frecuentemente descontrolada, impúdica e ilegal (AT&T, Verizon, Cambridge Analytica). Algunos autores ya han acuñado nuevos términos para esta realidad, como el ‘panspectrum’ de Sandra Braman, que hace referencia a las nuevas relaciones de control que ni siquiera exigen ya que el observador y el observado coincidan en el tiempo y el espacio (los historiales de búsqueda, las cookies, el timeline), o el ‘dataveillance’, como utilización premeditada y directa de este Big Data para el monitoreo de los individuos. 

Precisamente, este martes hemos celebrado el Día Internacional de la Protección de Datos, un concepto sin duda bienintencionado, pero que en la práctica suele trasladarse a la realidad en forma de exigencia reglamentista de cumplir determinadas formalidades irrelevantes. Quienes tendemos a desconfiar por sistema de las teorías conspirativas solemos ser reticentes a reconocer una intencionalidad perversa y coordinada en todo este fenómeno, pero parece cada vez más evidente que la pérdida de privacidad constituye ya un problema inquietante que debe ser objeto de un análisis inaplazable, pues el desarrollo tecnológico está hoy en manos de actores con mentalidad exclusivamente comercial que se mueven por una voluntad de venta y no de reflexión. En efecto, la intimidad debería ser un derecho fundamental e irrenunciable en nuestro modelo de convivencia, pero los ciudadanos y nuestros representantes estamos permitiendo que los nuevos tiempos nos empujen a optar entre mantener un reducto de privacidad o quedar excluidos de gran parte de los beneficios que acarrean los últimos avances. Pero existe otra posibilidad. 

Efectivamente, frente a esta falsa disyuntiva dual, podríamos decir que la irrupción de este nuevo paradigma, con tientes cada vez más distópicos, nos sitúa en un callejón con tres salidas: por un lado, es posible bajar los brazos ante un horizonte colectivo donde la intimidad ha dejado de constituir un valor socialmente relevante; por otro, tenemos la capacidad (cada vez menor) de convertirnos en ‘amish’ digitales y renunciar a determinadas ventajas de la modernidad; y por último, también es posible plantear la defensa numantina de un modelo diferente. En efecto, cada vez son más los usuarios y expertos que se rebelan contra las actuales dinámicas de comercialización de los datos, proponiendo plataformas o aplicaciones donde cualquier individuo u organización pueda conservar el control sobre la información que aporta. La duda es saber si los mastodónticos imperios empresariales que dominan hoy la industria digital permitirán semejante insurrección. Probablemente, el desarrollo de estas alternativas constituirá, a corto y medio plazo, nuestra única posibilidad para compatibilizar los beneficios de las nuevas tecnologías con la recuperación de cierto grado de privacidad.

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