Los pájaros

Publicado en el Diari de Tarragona el 20 de febrero de 2020


John Scott Haldane fue un filósofo y biólogo escocés, profesor universitario de fisiología y director de un laboratorio de investigación. Es recordado por sus estudios sobre el envenenamiento con monóxido de carbono, un drama recurrente en las minas de principios del siglo XX, que junto con las explosiones de grisú, se cobró miles de vidas entre los trabajadores del sector. El propio Haldane se utilizó a sí mismo como conejillo de indias para analizar este fenómeno, ideando un sistema de animales centinela que sirvieran como alarma en el caso de que la concentración de este gas se incrementase peligrosamente.

El científico observó que los canarios respondían más rápidamente que los humanos a la presencia del agente letal, presentando síntomas de atolondramiento muy manifiestos que permitían avisar a los mineros para que pudieran abandonar inmediatamente las galerías. Según los experimentos de Haldane, estos pájaros mostraban síntomas muy agudos de intoxicación media hora antes que las personas, tanto por el alto metabolismo de las aves (crecen muy rápido, vuelan grandes distancias, tienen una temperatura superior a los mamíferos, necesitan mucho más oxígeno) como por la estructura anatómica y fisiología de su aparato respiratorio (diseñado para maximizar esta función cuando vuelan a una altura con escasa concentración de oxígeno).

Los estudios de Haldane salvaron miles de vidas en las minas de carbón, y crearon en nuestro subconsciente colectivo la imagen del pájaro muerto como síntoma de que nuestro entorno oculta algún tipo de peligro latente. Recuerdo que el pasado verano, conversando con Antonio Bergoñós, salió a colación el curioso caso de un marinero enrolado en el submarino clase Delfín que el Subdelegado de Defensa en Tarragona comandó durante años. En estas naves resulta necesario vigilar constantemente la calidad del aire, y por lo visto, este subordinado era especialmente sensible a las variaciones de estos índices. De hecho, sus mareos servían como indicador de que algo estaba fallando en los niveles de los gases que estaban respirando. Con una sonrisa en la boca y cierto gesto de nostalgia, el propio Bergoñós lo recordaba como “nuestro canario particular”.

La sensación de alarma que hemos interiorizado ante la imagen de un ave caída ha estallado esta misma semana, tras el descubrimiento de una bandada de estorninos muertos junto al polígono químico de Tarragona. En efecto, el pasado domingo, un centenar largo de estos pájaros aparecían desperdigados por la calzada de la autovía que une Tarragona con Salou, muy cerca de la planta de la empresa IQOXE que recientemente sufrió una explosión en la que murieron tres personas y otras siete resultaron heridas. Aunque los responsables de Protección Civil informaron de que no tenían constancia de ninguna fuga en las últimas horas, la experiencia vivida el pasado 14 de enero no favorecía, precisamente, la confianza en nuestros gestores de emergencias. De hecho, durante días, la teoría que más adeptos captó entre la ciudadanía fue que los pájaros cayeron desplomados tras topar con una nube tóxica. Una vez descartada esta hipótesis, se planteó una posible electrocución de las aves, pero Endesa informó de no haber detectado ningún salto de la corriente, una circunstancia que se produce cuando algún animal u objeto impacta contra una línea eléctrica. Finalmente, unas imágenes registradas por una cámara instalada en el lugar han confirmado que los ciento cincuenta estorninos murieron atropellados por un vehículo que circulaba por la autovía, desechando cualquier vinculación directa del incidente con la actividad industrial (aunque nadie puede negar el extraño comportamiento que sugiere una bandada de pájaros volando a ras de suelo en medio del tráfico).

En cualquier caso, lo verdaderamente relevante de esta polémica, más allá de su causalidad, es que ha servido para evidenciar un fenómeno preocupante: la población de Tarragona ha perdido la confianza en la seguridad que ofrece la industria que alimenta a miles de familias de la zona. Y esta inquietud no es fruto de una paranoia injustificada. Por limitarnos al último año, el 31 de mayo un trabajador resultó muerto y otro herido crítico, además de otras catorce personas afectadas, por la fuga en un tanque de amoníaco en las instalaciones de Carburos Metálicos en el polígono petroquímico norte. El 7 de julio la empresa Miasa Logística sufría un espectacular incendio en el polígono Entrevies, que obligó a activar el Plaseqta y a confinar a numerosos trabajadores del turno de noche. Apenas unos días después, la empresa química Clariant, en La Canonja, activó de nuevo el plan de emergencia por otro incendio en la planta donde había una caldera de aceite térmico. Y finalmente, el mes pasado, IQOXE volaba por los aires, tras haber acumulado más de setenta incidentes y accidentes laborales en los últimos cinco años.

Con semejante historial, no parece razonable ni justo considerar alarmista a quien actualmente mire con recelo más allá del Francolí. Sencillamente, esto no puede seguir así, y conviene que empecemos a analizar cómo se ha resulto en otros lugares la convivencia entre una industria necesaria pero peligrosa y un área urbana densamente poblada que, en este caso, aspira además a consolidarse como referente turístico y monumental. Ayer se celebró una huelga en el sector químico local, liderada por UGT y CCOO, para exigir un cambio sustancial en materia de seguridad industrial, alertando sobre su vinculación con la precariedad derivada de las externalizaciones, destacando la necesidad de analizar públicamente todos los agentes tóxicos, y exigiendo un mejor mantenimiento preventivo de las instalaciones. Esperemos que algún día, cuando veamos unos pájaros muertos en la calzada, no nos dé a todos por mirar hacia el polígono.

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