Bueno, pues molt bé, pues goodbye

Publicado en el Diari de Tarragona el 18 de diciembre de 2019


El partido conservador del Reino Unido logró la pasada semana un triunfo incontestable en las elecciones al Parlamento británico. Los tories ganaron con una abultada mayoría absoluta, conquistando nada menos que 365 escaños en la Cámara de los Comunes, un resultado inédito desde los lejanos tiempos de la Dama de Hierro, Margareth Thatcher. La derecha incluso ganó en zonas tradicionalmente laboristas, como los condados del norte de Inglaterra. 

El gran artífice de esta victoria histórica ha sido el exalcalde londinense Boris Johnson, que como acertadamente señaló hace poco Antoni Coll, aspira a ser Churchill pero se parece más a Trump. A pesar de su tendencia al histrionismo y la autoparodia, reconoció honestamente que gran parte de los votos recibidos fueron un préstamo temporal de la izquierda por culpa del Brexit. En efecto, el conflicto por la salida británica de la Unión Europea ha provocado un fenómeno electoral sorprendente, pues las clases acomodadas y los profesionales liberales (en gran parte conservadores) eran mayoritariamente partidarios del ‘remain’ (que era la opción del centro-izquierda), mientras que las capas obreras (normalmente laboristas) abrazaron con entusiasmo la salida de Europa (que era la propuesta de los tories). 

Esta paradoja no es nueva. De hecho, viene confirmándose allá donde el populismo conservador ha conseguido encontrar un terreno abonado para arraigar y prosperar. Lo vimos en las últimas elecciones norteamericanas (donde un archimillonario ultraliberal cosechó gran parte de su éxito gracias a las zonas más pobres del país), y también se repitió en los recientes comicios españoles (con una subida espectacular de Vox, alimentada por un grupo de simpatizantes creciente y diverso: por un lado, algunos de los estratos más privilegiados de nuestra sociedad, y por otro, ciudadanos de los sectores más modestos, incluso marginales). 

Algo parecido ha sucedido con Boris Johnson, quien ha sabido concitar votos muy heterogéneos para conformar una mayoría aplastante. En este sentido, puede decirse que el avasallador triunfo de los tories ha sido fruto de la curiosa suma de dos bolsas de votos: las clases humildes que buscaban la protección del aislamiento (acabando con la carrera política de Jeremy Corbyn), y las clases altas que reclamaban seguridad jurídica de una vez por todas (la bolsa londinense se disparó tras el recuento). 

El debate sobre la eventual salida de la Unión Europea también ha resultado determinante en Escocia, aunque con unos efectos muy diferentes. En esta nación todavía británica el deseo de permanecer en Europa es amplísimamente respaldado, como quedó demostrado tras el contundente triunfo del ‘remain’ en estas tierras. Precisamente, el último referéndum de independencia fracasó, en gran medida, porque la secesión ponía en riesgo esta continuidad. Ahora, sin embargo, se da la situación totalmente contraria, pues es la propia pertenencia al Reino Unido la que les expulsaría de la UE. En ese sentido, la descomunal victoria que el Partido Nacional Escocés obtuvo la pasada semana debe interpretarse en clave de doble rechazo: por un lado, este territorio dio la espalda al planteamiento autieuropeísta de Boris Johnson, pero al mismo tiempo penalizó la irritante ambigüedad y tibieza de Jeremy Corbin. Escocia ha vuelto a demostrar que está empeñada en seguir siendo europea, y este objetivo común les alejará cada vez más del Reino Unido a partir del ahora. Algo parecido, aunque en una escala mucho más modesta, sucedió también en Irlanda del Norte, donde el Sinn Féin ya pisa los talones al Partido Democrático Unionista. 

Una vez consumada la decisión británica de abandonar la UE, el resto de la ciudadanía europea parece haber quedado sumida en una sensación agridulce, fruto de un empate a uno entre dos percepciones contrapuestas: una negativa, al lamentar que un miembro tan destacado abandone el club, y otra positiva, al festejar el final de un culebrón que ya empezaba a resultar bochornoso y exasperante. Personalmente, me gustaría añadir un tercer factor para deshacer las tablas en favor de la celebración. 

Efectivamente, no debemos pasar por alto que Gran Bretaña ha sido un lastre en el proceso de construcción europea desde los tiempos de la CEE. Siempre me he considerado un gran admirador del Reino Unido, pero admiro a muchas personas con quienes jamás compartiría un negocio. Sobre todo, porque no hay peor idea que iniciar un proyecto con alguien que no está convencido de su conveniencia o de su viabilidad. Londres lleva décadas poniendo palos en las ruedas cada vez que se ha pretendido avanzar en el camino de la integración, y su marcha puede significar uno de los mayores avances hacia el éxito en este empeño continental. 

El problema es que este sainete quizás no acabe aquí. Si tenemos en cuenta los estudios sobre los perfiles de votante que se pusieron de manifiesto durante el referéndum del Brexit, confirmando que los jóvenes británicos son abrumadoramente proeuropeístas, no sería extraño que el Reino Unido solicitase de nuevo su reingreso dentro de unas décadas. En efecto, la evolución demográfica del país puede convertirse en un boomerang histórico que nos devuelva “la cuestión inglesa” dentro de un tiempo. En caso de que esto suceda, quizás convenga replantearnos seriamente en qué condiciones aceptamos este regreso, pues la experiencia no ha sido precisamente positiva con un socio que ha utilizado sistemáticamente su capacidad de bloqueo para frenar el progreso y dinamización del proyecto comunitario: si no quieren ayudar, por lo menos que no estorben. De momento, despidámonos de nuestros amigos británicos con la frase popular: “que tanta paz lleves como descanso dejas”.

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