Un problema político, no electoral

Publicado en el Diari de Tarragona el 10 de noviembre de 2019


La incapacidad de nuestra clase dirigente para sumar una mayoría suficiente vuelve a obligarnos a pasar hoy por las urnas, por cuarta vez en cuatro años, para elegir un nuevo Congreso y un nuevo Senado. De este modo, los partidos cargan de nuevo sobre nuestras espaldas una responsabilidad que no es nuestra sino suya. Una vez tras otra, la ciudadanía ha ratificado en varias jornadas electorales que desea un gobierno de coalición, pero una generación de políticos inexpertos e irresponsables insiste en convocarnos hasta que “votemos bien”. Las causas que subyacen a esta pertinaz negativa al pacto pueden resumirse en dos fenómenos. 

Por un lado, las dos grandes formaciones políticas sueñan con reconstruir aquel modelo bipartidista en el que, con mayoría absoluta o a cambio de alguna transferencia, podían conformar un gobierno monocolor donde hacer y deshacer a sus anchas. Los socialistas han adelantado elecciones precisamente con la esperanza de recuperar terreno electoral, fundamentalmente gracias a la descomposición de Ciudadanos, y los populares han matizado su discurso de primavera con la intención de pescar también entre los restos del naufragio naranja. Todo apunta a que el hartazgo por la parálisis institucional nos conducirá de nuevo al viejo edificio político construido sobre dos macropartidos, aunque todavía se trata de un giro meramente tendencial que tardará en consolidarse. 

En segundo lugar, las formaciones menores se han visto arrastradas por la enfermiza idea de que cualquier cesión negociadora equivale a traicionar unos principios presuntamente intocables. La defensa numantina de las esencias les distingue. Efectivamente, la izquierda y la derecha más extremas han convertido su rigidez en un emblema, mientras el catalanismo pactista ha quedado carbonizado en el fragor del procés. Nada queda de aquella Convergència que aprovechaba cada mayoría minoritaria para hacer valer su posición privilegiada en el Congreso. Quizás el PNV sea el único grupo parlamentario que todavía conserva cierto espíritu pragmático de apertura a la negociación, que necesariamente combina conquistas y cesiones. 

Ante semejante panorama, y con las encuestas en la mano, resulta complicado vislumbrar un horizonte de cierta estabilidad. Las tres derechas sólo podrán pactar entre ellas, y ningún estudio considera factible que PP, Cs y VOX sumen mayoría absoluta. En el otro extremo, rojos y morados difícilmente aumentarán sus escaños de forma significativa, lo que sumado al maximalismo independentista arroja un porvenir ciertamente oscuro. Son tres las posibilidades que se abren de cara al futuro. 

Para empezar, cabe que repitamos la penosa experiencia de los últimos meses, con una izquierda que afirma con la boca que quiere pactar, pero que demuestra con sus hechos una preocupante alergia a la transacción. Si el bloqueo continúa, estaríamos abocados a una quinta convocatoria electoral, una eventualidad que podría destrozar definitivamente la escasa confianza que la ciudadanía todavía conserva en nuestro modelo político. 

En segundo lugar, cabe que el miedo a agotar la paciencia social lleve a los partidos progresistas y nacionalistas a adoptar una solución de compromiso, precaria e inestable. Tampoco parece una salida ilusionante, pues la vocación monopolística de los socialistas, unida el sectarismo que caracteriza últimamente a la izquierda extrema y al independentismo más radical, convertiría la legislatura en un auténtico vía crucis. No sólo se trata de nombrar a un presidente, sino también de contar con un ejecutivo que pueda gobernar, y la deslealtad política que caracterizaría presumiblemente este pacto nos conduciría a un escenario de bronca e ineficacia sistemáticas. 

Por último, cabe la fórmula que Pablo Iglesias lleva denunciando desde hace meses, es decir, un acuerdo entre PP y PSOE. No se trataría necesariamente de conformar una Große Koalition, pues bastaría con que los populares permitieran gobernar a los socialistas. Pablo Casado, en un intento lógico por evitar que una parte de su electorado termine de echarse en brazos de VOX, ha explicitado esta semana que “no facilitaré un gobierno de Sánchez en ningún caso”. Ante semejante afirmación cabe objetar, por un lado, la escasa fiabilidad popular en campaña (todos recordamos las promesas de Rajoy sobre la presión fiscal), y por otro, un importante matiz en la frase: habla de Sánchez, no del PSOE, y no sería la primera vez que el partido que ejerce de muleta obligase al principal a proponer otro candidato a cambio de su apoyo. En cualquier caso, nos encontraríamos con los mismos problemas que en el segundo escenario, pues la actitud cortoplacista que han demostrado hasta ahora las cúpulas de los dos grandes partidos permite augurar una legislatura absolutamente caótica. 

Llegados a este punto, parece lógico preguntarse por qué no somos capaces de conformar un gobierno de coalición como los que existen en otros países, con sus roces y sus diferencias, pero con capacidad para funcionar razonablemente bien. Algunos atribuyen esta parálisis al modelo electoral, como defiende Ciudadanos, quien solucionaría el asunto vetando la entrada al Congreso a los partidos periféricos. ¿Alguien cree, de veras, que la Cámara Baja se convertiría en un lecho nupcial expulsando a republicanos, exconvergentes y peneuvistas? En mi opinión, la clave de la cuestión no es electoral sino política, pues nuestro sistema vive al servicio de unos partidos que no trabajan para el país sino para sí mismos. La responsabilidad y el compromiso ante la ciudadanía son factores secundarios frente a la necesidad de autosubsistencia de una maquinaria plagada de profesionales de la política que morirían de inanición lejos de una institución pública. Mientras no resolvamos esta anomalía, el resto de esfuerzos serán estériles. De hecho, todas las encuestas coinciden en que nada cambiará sustancialmente tras el escrutinio de hoy, y la necesidad de que varios partidos de diferente signo lleguen a un acuerdo permanecerá inmutable. Los que deben cambiar son ellos, no nosotros.

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