Dos debates que auguran lo peor

Publicado en el Diari de Tarragona el 6 de noviembre de 2019


Los dos encuentros políticos que se han televisado estos días (uno a siete y otro a cinco) impiden atisbar el final del bucle estéril e indefinido en el que una clase política mediocre y cortoplacista nos tiene sumergidos desde hace demasiado tiempo. Ninguna propuesta sustancial nueva, ningún cambio de caras, ninguna autocrítica por la parálisis institucional, ningún propósito de la enmienda… La superación del bloqueo político, en el hipotético caso de que se produzca, será consecuencia de las puras matemáticas, no de la responsabilidad o el talento de nuestra cúpula dirigente. 

Por un lado, los socialistas llevan varios años mostrando una llamativa incomodidad para debatir en campaña. En el encuentro a siete, Adriana Lastra parecía la representante de un partido menor, casi extraparlamentario. Defensiva, molesta, dubitativa, cansina… Nadie diría que comparecía en nombre de la principal formación política del país. Tampoco estuvo muy fino Pedro Sánchez, aunque salió vivo de una encerrona en la que era blanco de todas las puyas. Sin empatía, con la cabeza gacha, dirigiéndose siempre a los moderadores, e incapaz de responder a varias cuestiones relevantes y previsibles: ¿Es Catalunya una nación? ¿Renuncia a los votos del independentismo? ¿Va a pactar con Unidas Podemos? Sería comprensible una respuesta evasiva, pero el silencio total ante estas preguntas directas y recurrentes difícilmente permite transmitir una imagen de fiabilidad, convicción y transparencia. 

Los populares mejoraron bastante sus penosas intervenciones de la anterior campaña, sobre todo por lo que se refiere a Pablo Casado. Aunque resultó plano y previsible, logró mostrarse como la única alternativa seria, institucional y viable a Sánchez (aunque su mutismo ante la desconcertante posibilidad de ilegalizar al PNV demuestra que el populismo ha hecho estragos en nuestro debate público). Cayetana Álvarez de Toledo es para dar de comer aparte, empeñada siempre en promocionarse a sí misma, en vez de ayudar al partido que representa. Algunos simpatizantes conservadores están entusiasmados con ella (segura, preparada, contundente) pero es difícil imaginar que su actitud (prepotente, altiva, estupendísima) consiga arrastrar un solo voto no convencido a las redes populares. Quizás sea una buena dirigente para motivar y reanimar a unas bases catatónicas, pero no para captar nuevos simpatizantes en el centro político, que es lo que necesitaría el PP para desbancar a los socialistas. 

Por su parte, Ciudadanos acudía a los debates a la desesperada. Todas las encuestas auguraban un batacazo de los que marcan una época, y en contextos de este tipo es necesario echar el resto. No había nada que perder. Aun así, el partido naranja volvió a ofrecer esa curiosa combinación de liberalismo patriotero y urbanita que no termina de encontrar su target electoral con suficiente masa crítica, especialmente tras renunciar a su papel como bisagra que daba sentido al proyecto. Sus representantes en ambos debates, Arrimadas desatada y Rivera con adoquín, volvieron a mostrarse obsesivamente centrados en la cuestión catalana, pues las referencias a Torra se repetían al margen de que se estuviese hablando de las pensiones, de la guerra comercial transpacífica o del efecto invernadero. Ningún grupo musical consigue mantenerse mucho tiempo en lo alto de las listas con una única canción. 

Probablemente, el político más brillante y efectivo en el debate a cinco fue Pablo Iglesias, quien afronta siempre estos duelos con una serenidad y agilidad mental insuperables en el actual panorama político español, tanto en lo sustancial (con un relato muy propositivo) como en lo anecdótico (el zasca de los sobres fue antológico). Algo más floja se mostró Irene Montero, quien asfixia al espectador con su empeño por cantar como una metralleta una lección que se ha estudiado de memoria. Aun así, el tándem de Galapagar probablemente frenará la caída que las encuestas atribuyen a Unidas Podemos, pese a su irrefrenable tendencia a convertir su discurso en una mera carta a los Reyes Magos: prometen lo que todos desearíamos, aunque no explican cómo lo van a pagar, más allá de un postureo robinhoodiano que podría resultar contraproducente si no fuera acompañado de medidas de armonización fiscal internacional. 

La campanada del segundo encuentro la dio Santiago Abascal, quien ha conseguido situarse en un eficaz punto intermedio entre el tecnócrata Espinosa de los Monteros y el belicoso Ortega Smith. Mientras el primero parece un profesor del IESE y el segundo un matón de Cristo Rey, el líder de VOX ha adoptado un perfil equidistante, que le aleja del elitismo de uno y el macarrismo del otro. Todas las encuestas lo señalan como uno de los grandes triunfadores de la noche, un inesperado éxito que probablemente consolide la gran subida de votos que le auguran casi todos los estudios demoscópicos. Puede que la ultraderecha consiga la medalla de bronce el próximo domingo, una inquietante posibilidad que debería favorecer una reflexión sobre los preocupantes derroteros que está tomando nuestro debate público. En cualquier caso, el único momento interesante de la noche se produjo durante un vibrante cruce de invectivas entre Iglesias y Abascal: lástima que no hablaran acerca de nuestro futuro, sino sobre algo que sucedió hace casi un siglo. 

Aunque todavía quedan varios días de campaña y los indecisos siguen siendo muchos, todo apunta a que las nuevas elecciones no resolverán el bloqueo político que paraliza nuestra vida institucional. Quizás haya gobierno, pero no será sólido. Carecemos de tradición multipartidista a nivel estatal, salvando los acuerdos de PP y PSOE con los partidos nacionalistas, que tenían un contenido más económico y transferencial que una verdadera apuesta por un programa de gobierno conjunto. Lamentablemente, el tono de los debates de esta semana no parece sugerir que las cosas vayan a cambiar sustancialmente a partir del domingo.

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