La inteligencia sobrevalorada



Publicado en el Diari de Tarragona el 9 de julio de 2023


Dentro de unos meses se cumplirán dos décadas del juicio que sentó en el banquillo a uno de los asesinos en serie más brutales y prolíficos de la historia estadounidense: el estrangulador de Green River. La dilatada investigación de este caso, que contó con un despliegue de medios materiales y humanos casi ilimitado, dejó en ridículo a los expertos del FBI y cambió la percepción sobre el perfil de este tipo de criminales.

Corría el año 1982 cuando dos niños que jugaban cerca de un puente descubrieron un cadáver desnudo que flotaba en el río Green, al sur de Seattle, en el condado de King. La víctima fue identificada como Wendy Coffield, una adolescente de 16 años que ejercía la prostitución en la Ruta 99, a su paso por el estado de Washington, en la costa noroeste de Estados Unidos. Durante los meses siguientes, la historia se repitió de forma crecientemente acelerada, con recurrentes hallazgos de cuerpos de prostitutas, de entre 15 y 35 años, estrangulados y posteriormente semienterrados o abiertamente expuestos en las inmediaciones del río.

En sólo cuatro años, los cadáveres ya superaban la veintena. La policía local no tenía la menor idea de quién podía ser el responsable, y el terror se apoderó de la población. Ante semejante panorama, las autoridades desplegaron un equipo inédito para la investigación de un solo caso, el Green River Task Force, formado por 55 agentes enfocados en la captura del asesino, con carta blanca para solicitar los medios que considerasen necesarios. El FBI también desembarcó en este remoto rincón del país con su equipo de perfiladores, una disciplina que inició Thomas Bond a finales del siglo XIX y que se ha popularizado recientemente con series como ‘Mentes criminales’. En el año 1988 ya eran más de cuarenta los cuerpos descubiertos en el condado de King, cuyas características evidenciaban que eran víctimas del mismo sujeto.

Los expertos pronosticaron que el responsable de estas muertes debía ser un tipo corpulento, solitario y en paro. Además, semejante habilidad para cometer un número tan elevado de crímenes en un pequeño territorio, sorteando a un equipo con decenas de expertos agentes, sugería la concurrencia de una inteligencia privilegiada, una característica frecuente entre los asesinos en serie como Andrew Cunanan (el joven que ejecutó a Gianni Versace), Ted Kaczynski (más conocido como ‘Unabomber’) o Ted Bundy. Este último se puso en contacto con el FBI desde el corredor de la muerte de Florida, ofreciendo su ayuda para la perfilación del monstruo de Green River. Por lo visto, Bundy comenzaba a sentirse mediáticamente desplazado por aquel desconocido, siendo como era un narcisista patológico. Los agentes que se entrevistaron con él reconocieron sus valiosas aportaciones, coincidiendo en calificar al escurridizo violador como un genio del crimen.

Los años pasaron, el estrangulador redujo el ritmo de sus delitos, y la absoluta falta de resultados llevó al desmantelamiento de la unidad creada para atraparlo. Sólo quedó un inspector a cargo del asunto, y empezaba a cundir la deprimente sensación de que este reguero de sangre quedaría impune, como sucedió años atrás con Zodiac, el asesino que aterrorizó el norte de California a finales de los sesenta. Sin embargo, una nueva tecnología forense comenzaba a perfeccionarse para el esclarecimiento de sucesos hasta entonces indescifrables: la identificación por ADN. Durante la extensa investigación en el condado de King, se clasificaron más de 40.000 pruebas y se interrogó a 13.000 sospechosos, y la policía decidió contrastar las muestras de saliva de los candidatos más probables con los deteriorados restos de semen que pudieron rescatarse en algunos cadáveres. Bingo.

Un equipo de agentes arrestó inmediatamente a Gary Ridgway, un hombrecillo flaco de apenas metro y medio de estatura, casado y con dos hijos, que llevaba treinta años trabajando en una empresa como pintor de camiones. Ni corpulento, ni solitario, ni desempleado. Combinaba un fervoroso compromiso con la Iglesia Pentecostal (solía ir tocando los timbres de las casas para leer la Biblia a sus vecinos) con una irrefrenable necesidad de requerir continuamente los servicios de prostitutas (su nombre aparecía entre los sospechosos por haber sido detenido en varias redadas de la policía antivicio). Muchas veces acababa matándolas: primero, porque las despreciaba y porque sentía un odio enfermizo hacia las mujeres; y segundo, para no tener que pagar sus tarifas. En noviembre de 2003 fue condenado a cumplir 48 cadenas perpetuas en la prisión de Walla Walla, por ser éste el número de asesinatos demostrables, aunque confesó casi un centenar. Lo más sorprendente del caso es que el coeficiente intelectual de esta máquina de matar no llegaba a 80. Es decir, que un tipo con una capacidad intelectual manifiestamente inferior a la media tuvo en jaque a una legión de agentes de élite durante dos décadas.

Sin duda, tenemos cierta tendencia a considerar que la malicia apenas resulta peligrosa si no se combina con la inteligencia. Y no es cierto, ni en el ámbito criminal, ni en el laboral, ni en el familiar, ni en el político… Me viene a la memoria un artículo que publicó Arturo Pérez-Reverte en 'XLSemanal' hace unos años: “No me fío de los tontos, por inofensivos que parezcan. Un tonto fuera de control es letal. Con ellos no hay cordón sanitario posible, pues no hay tonto sin alguna habilidad”. Su reflexión también conecta con los tiempos frenéticamente electorales que nos está tocando vivir. “La variante de tonto con voz pública o parcela de poder es vitriolo puro. En un abrir y cerrar de ojos pasan a ser peligrosos, y pueden destrozar un país, la convivencia, la vida”. Lo hemos comprobado en el pasado, y puede que lo confirmemos en unas pocas semanas.

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