Los millennials también cazan brujas

Publicado en el Diari de Tarragona el 9 de julio de 2020


Decía Chesterton que el poder de las turbas es lo más opuesto a una democracia genuina, pues este sistema “se basa fundamentalmente en la existencia del ciudadano, y la mejor definición de una turba es un grupo de mil hombres en el que no hay ningún verdadero ciudadano”. El asesinato de George Floyd a manos de unos agentes de Minesota, el pasado 25 de mayo, desató una lógica ola de protestas contra la brutalidad de los cuerpos de seguridad. Con el paso del tiempo, los mensajes de este movimiento fueron ampliando progresivamente su foco de denuncia, sobrepasando la cuestión estrictamente policial para convertirse en una enmienda global al modelo de integración racial en los Estados Unidos. Sin embargo, esta necesaria reacción ciudadana degeneró rápidamente en un triple sentido. 

Por un lado, las escenas que comenzaron a sucederse en diversas ciudades norteamericanas explicaban por sí mismas el pavor de los estadounidenses a los disturbios callejeros: robos en establecimientos, gamberrismo generalizado, incendios de edificios… La todavía primera potencia del mundo tiene un verdadero problema con la acumulación espontánea de multitudes en el espacio público, pues no es extraño que terminen convertidas en la excusa perfecta para convertir sus núcleos urbanos en un campo de batalla. Por ejemplo, han sido numerosas las celebraciones de la NBA o la NFL que han concluido con asaltos, disparos e incluso muertos. No se trata de una problemática exclusivamente estadounidense, pero los efectos de estas situaciones no son los mismos si unos borrachos se enzarzan en una pelea, o si la legislación les permite a todos ellos ir armados con un fusil de asalto. 

En segundo lugar, en este ambiente de desorden incontrolado, estas semanas también se ha desatado una cruzada iconoclasta que sería motivo de carcajada, si no fuera por los daños en el patrimonio histórico que ha provocado, así como por haber puesto tristemente de manifiesto la profunda estupidez e ignorancia que anida en amplios sectores de la sociedad occidental. Las primeras víctimas de esta cacería de estatuas fueron personajes vinculados a la controversia racial, como el sanguinario rey Leopoldo II de Bélgica, el general confederado Williams Carter Wickham y el tratante de esclavos Robert Milligan. Este movimiento también llegó a Europa, provocando el derribo del monumento al conocido esclavista y político Edward Colston, en Bristol, así como el ataque a la estatua londinense de Winston Churchill, acusado también de racista. Pero la cosa no quedó ahí. Ya puestos, los gamberros decidieron asaltar también cualquier imagen con reminiscencias similares. Así, la efigie de Cristóbal Colón fue vandalizada en las ciudades norteamericanas de Boston, St. Paul, Richmond y Miami, así como la de Fray Junípero Serra. Esta orgía de la descontextualización histórica y del analfabetismo funcional se parecía cada vez más a la voladura de los Budas de Bamiyane por parte del gobierno talibán de Kabul. En el colmo del desvarío, estos nuevos ‘camisas pardas’ destrozaron la estatua de Cervantes en Golden Gate Park de San Francisco, escribiendo en la peana la palabra “bastardo” (apuesto a que estos energúmenos ni siquiera sabían quién era el autor del Quijote). Incluso ‘La sirenita’ de Copenhague amaneció hace unos días con la pintada “pez racista”. Puro surrealismo. 

Aun así, en este tema existe una tercera derivada aún más inquietante. En efecto, el movimiento #BlackLivesMatter pronto se ha sumado también a la larga lista de iniciativas supuestamente libertarias que han terminado convertidas en una nueva dictadura del pensamiento único. Ninguno de sus postulados puede cuestionarse o matizarse sin el riesgo de acabar siendo tachado de pérfido xenófobo. Se trata de un fenómeno típicamente actual, cuyas consecuencias también se han podido comprobar en los movimientos #MeToo o #ClimateStrikeOnline. Precisamente esta semana, un nutrido grupo de personalidades de tendencia mayoritariamente progresista ha publicado una contundente carta en Harper's Magazine para alertar sobre la creciente intolerancia mostrada por cierto activismo de izquierda. Entre los firmantes se encuentran el pensador Noam Chomsky, la poetisa Margaret Atwood, el novelista Martin Amis, el psicólogo Steven Pinker, la escritora J.K. Rowling, el ensayista Salman Rushdie, el periodista Fareed Zakaria, el politólogo Francis Fukuyama o el músico Wynton Marsalis. Los autores del manifiesto destacan que “el libre intercambio de ideas está volviéndose cada día más limitado” por culpa de “un nuevo conjunto de actitudes morales y compromisos políticos que tienden a debilitar nuestras normas de debate abierto y de tolerancia de las diferencias en favor de la conformidad ideológica. Donald Trump representa una verdadera amenaza para la democracia, pero no se puede permitir que la resistencia imponga su propio modelo de dogma y coerción. Debemos preservar la posibilidad de discrepar de buena fe sin consecuencias profesionales funestas”. Lamentablemente, el riesgo de caer en una caza de brujas no es hipotético. Durante estas últimas semanas, han sido varias las personalidades purgadas por no someterse al nuevo pensamiento único: James Bennet (jefe de opinión en The New York Times), Henry Bienen (presidente de la Poetry Foundation), Laurie Hertzel (presidenta del National Book Critics Circle), David Shor (analista de la plataforma Civis Analytics), etc. 

Efectivamente, a pesar de la tendencia del progresismo a arrogarse una superioridad moral innata, lo cierto es que la mentalidad democrática no depende de si uno es de derechas o de izquierdas. Eso es lo de menos. En realidad, es una cuestión de respeto hacia el otro, de apertura al intercambio de ideas y de aceptación constructiva de la divergencia. Y quizás en este caso, además, de haber leído un poco.

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