El efecto Dunning-Kruger

Publicado en el Diari de Tarragona el 19 de julio de 2020


Un amigo me abordó la semana pasada, en medio de una distendida conversación sobre la pandemia, con una pregunta precisa y directa: “¿Tú crees que el virus es natural o diseñado en un laboratorio chino?”. Le respondí que yo no era científico, y que teniendo en cuenta que varios expertos habían defendido tesis contradictorias, no podía posicionarme. Mi interlocutor insistía: “¿Pero tendrás alguna opinión?” Finalmente reconocí que me decantaría por el origen espontáneo, aunque no lo hice por criterios científicos sino por mi aversión a las teorías conspirativas. En definitiva, tomé partido sin tener la menor idea del tema.

Ciertamente, todos nos dejamos seducir por la tentación de opinar sobre cualquier cuestión que nos pongan por delante, aunque carezcamos de conocimientos para elaborar una postura fundamentada, especialmente cuando mantenemos una discusión informal y en confianza. Naturaleza humana. Por contraste, recuerdo la respuesta ejemplar que dio un famoso actor de Hollywood cuando un periodista le preguntó sobre un problema de actualidad: “El hecho de que yo tenga talento para interpretar personajes no significa que mis ideas valgan más que las de cualquier persona de la calle que sabe tanto o más que yo”. Chapeau! Reconocer la irrelevancia del propio posicionamiento sobre un tema (o sobre prácticamente todo) es un ejercicio saludable que deberíamos practicar más a menudo, sobre todo quienes nos dedicamos colateralmente al articulismo de opinión y a las tertulias radiofónicas, dos ámbitos en los que el cuñadismo campa frecuentemente a sus anchas.

En efecto, existen determinados contextos donde la tendencia a venirse arriba alcanza cotas alpinas. Disculpándome de antemano con todos mis buenos amigos del Diari, me viene a la memoria la conversación que mantuve con un veterano estudiante de mi facultad, justo al llegar al colegio mayor donde residí durante mis años universitarios. Aquel chaval (que entonces me parecía un sabio venerable) resumía el perfil de los residentes según sus estudios: “estamos los juristas, que sabemos mucho de derecho; están los médicos, que saben mucho de salud; están los filólogos, que saben mucho del lenguaje; están los arquitectos, que saben mucho de edificación… y luego están los periodistas, que saben un poco de todo pero no saben mucho de nada”. Sospecho que esta inclinación al conocimiento superficial nos es aplicable a casi todos en diversas facetas de nuestra vida, especialmente a quienes padecemos cierta tendencia a una curiosidad global que dificulta la profundización. Afortunadamente, algunos hemos tenido el inmenso privilegio personal de conocer a numerosos eruditos en diferentes materias, un regalo inmerecido que facilita la interiorización del desmesurado tamaño de la propia ignorancia y que ayuda a actuar en consecuencia. Como decía Groucho Marx, “es mejor permanecer callado y parecer tonto que abrir la boca y despejar todas las dudas”.

Más allá de este fenómeno, un defecto más o menos generalizado y sobrellevable, los expertos han descubierto la existencia de un nivel premium en esta tendencia: el ultracrepidiano. Este perfil psicológico es la derivada característica del efecto Dunning-Kruger, un sesgo cognitivo según el cual las personas con menos habilidades y conocimientos tienden a sobrevalorar esas mismas capacidades. Es decir, que el nivel real de sabiduría y la propia opinión sobre ese bagaje suelen ser inversamente proporcionales: cuanto menos sabemos, creemos saber más. Por si fuera poco, las víctimas del efecto Dunning-Kruger no suelen conformarse con aportar su opinión, sino que intentan imponer sus ideas de forma vehemente, haciendo pasar por completos ignorantes a todos aquellos que cuestionan sus postulados.

La detección de este síndrome tuvo su origen en una curiosa anécdota acaecida a mediados de los noventa. Su protagonista fue McArthur Wheeler, un ladrón de poca monta de Pittsburgh que atracó dos bancos a cara descubierta, siendo lógicamente localizado y arrestado de inmediato. Cuando la policía lo interrogó, el detenido no salía de su estupefacción por haber sido identificado: “¡Pero si me puse zumo de limón en la cara!”. Por lo visto, unos días antes del asalto, un par de amigos del pobre McArthur (bastante cabrones, por cierto, si se me permite la expresión) le hicieron creer que este líquido impregnado en el rostro impedía ser fotografiado por las cámaras de seguridad. El delincuente hizo una prueba en su casa y la imagen apareció desdibujada (probablemente porque la foto salió movida) pero esta prueba fue más que suficiente para poner en práctica aquel plan magistral. Y así le fue.

La tragicómica historia de este desdichado llegó a oídos de David Dunning y Justin Kruger, profesores de psicología en la Universidad de Cornell, quienes inmediatamente se hicieron una interesante pregunta: ¿Es posible que la propia ignorancia impida percibir esa misma ignorancia? Ambos colegas diseñaron un plan de experimentos, basados en diferentes pruebas vinculadas a la gramática, el razonamiento lógico y el humor. Los participantes debían rellenar unos cuestionarios valorando su propia habilidad en dichos terrenos, seguidos de una serie de test para evaluar objetivamente sus capacidades reales. Los resultados fueron concluyentes: cuanto mayor era la incompetencia de un individuo, menos consciente era de ella y más infravaloraba los conocimientos de los demás.

Sin embargo, no todas las noticias fueron negativas. El estudio también determinó que este explosivo cóctel de estupidez y vanidad podía desactivarse. En efecto, Dunning y Kruger concluyeron que las habilidades básicas que resultan necesarias para valorar acertadamente la propia capacidad podían también adquirirse a posteriori. Como siempre, todos los caminos conducen a la educación, el pilar fundamental que determina el rumbo de cualquier sociedad, incluso desde la perspectiva política. Si todos hiciésemos un esfuerzo por hablar con cierto conocimiento, y mantuviésemos abierta la posibilidad de estar equivocados, otro gallo nos cantaría colectivamente.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El beso

Una moto difícil de comprar

Bancarrota