Mentalidad de rebaño

Publicado en el Diari de Tarragona el 18 de junio de 2020


Durante los últimos tiempos hemos sufrido el ataque de dos virus. El primero ha sido el Covid-19, una grave amenaza sanitaria que se ha intentado contener mediante diferentes estrategias. La gran mayoría de gobiernos apostaron por establecer ciertas limitaciones a la ciudadanía, mientras otros descartaron esta posibilidad. El objetivo de estos últimos era favorecer un contagio masivo para alcanzar rápidamente la ‘inmunidad de rebaño’, un término de elegancia discutible. Supongo que a estas alturas ya podemos afirmar que este sistema no ha triunfado en ningún país de nuestro entorno, pues sus dos grandes defensores eran el Reino Unido (cuyo convaleciente primer ministro acabó sometiéndose a la realidad, tras convertir a las islas británicas en uno de los territorios más castigados por la pandemia) y Suecia (cuyo gurú científico ha reconocido públicamente el fracaso del plan). De hecho, los suecos terminaron siendo los apestados de Escandinavia, con los peores índices de mortalidad del norte de Europa y todos sus vecinos cerrándoles las fronteras a cal y canto. Y este destrozo ni siquiera sirvió para sostener su economía, en una nación que depende en gran medida de las exportaciones… a otros lugares que no han comprado nada durante estos meses. Jugada maestra, que dirían algunos.

Paralelamente a este fenómeno, últimamente también hemos sufrido varios rebrotes de otra epidemia no física sino mental, provocada por el virus de lo políticamente correcto. Hablar aquí de rebaño tiene todo su sentido, pues el objetivo de sus promotores suele ser convencer a la población de que están ejerciendo su autonomía individual, cuando en realidad se limitan a repetir como autómatas los lemas que otros han creado. Es la nueva cultura del hashtag, que utiliza un detonante real para edificar un movimiento de masas a su alrededor, y que frecuentemente termina desvirtuando los fines iniciales por la irrupción de intereses sobrevenidos. Para colmo, este tipo de dinámicas comunicativas no tiene el menor reparo en perseguir sus metas fracturando internamente a la sociedad (el fin justifica los medios cuando se trata de conquistar el poder), vulnerando el principio de presunción de inocencia (la nueva inquisición virtual define en qué pecados la culpabilidad se presupone), o utilizando de forma impúdica la popularidad de una adolescente con problemas evidentes (a quien luego abandonarán como un juguete roto, no lo duden).

De todos modos, lo más grave de esta nueva mentalidad de rebaño, que promueve la interiorización entusiasta y acrítica de cualquier lema biensonante, es su tendencia a la imposición mediante la estigmatización social de quien se atreva a matizar públicamente sus postulados. Sus principios no son opinables, sus estrategias no son discutibles, sus metas no son cuestionables. Y esta epidemia mental está triunfando de forma aplastante, porque una parte de la sociedad apenas se cuestiona ya la razonabilidad de las posiciones mayoritarias (la primera lacra, cuya reversión debería constituir el objetivo central del sistema educativo) y el resto de la ciudadanía prefiere ocultar sus reticencias para no ser marcada públicamente como reaccionaria (la segunda lacra, que debería repugnar a cualquier demócrata). Los individuos que no comparten las superficiales brisas de opinión que se suceden en las redes sociales se han convertido en los herejes postmodernos, quemados virtualmente en los autos de fe que se multiplican en internet y los medios de comunicación comprometidos con el pensamiento débil. Y esta tendencia va a más.

Nos enfrentamos a un virus que lleva varios años golpeando los cimientos intelectuales de una sociedad crecientemente idiotizada. Recordemos, como anécdota, la retirada del cuento de la Caperucita Roja de la biblioteca de un colegio barcelonés por su peligroso contenido sexista. El último brote de esta pandemia ha tenido como detonante el dramático episodio de violencia policial que acabó con la vida de George Floyd. Esta tragedia nos ha introducido en una espiral que no es nueva: primero se produce un hecho totalmente condenable que genera una lógica contestación social, después se aprovecha esta indignación para distorsionar la imagen de la realidad y reescribir la historia, paralelamente se diseña un ritual de adhesión que debe ser replicado para no parecer sospechoso de tibieza, y finalmente se generaliza un clima de opinión en el que nadie puede cuestionar las consignas del movimiento bajo pena de lapidación virtual, e incluso se justifica una agitación callejera gratuita y desmesurada. Y así es como la brutal detención de un presunto falsificador de Minesota acaba provocando el ataque a la estatua de Winston Churchill en Westminster.

Afortunadamente, de vez en cuando, alguien tiene el valor de levantarse para denunciar que el rey camina desnudo. Es lo que hizo una joven negra que todos hemos visto en internet, que se atrevió a reprochar a unos revolucionarios de salón su total desconocimiento de la vida real, abducidos por esa pasión hacia la autoflagelación que lleva a muchos universitarios blancos de familia acomodada a autoinculparse por un falso holocausto interracial. En efecto, desde hace décadas, las estadísticas en EEUU dan la razón a esta mujer: nueve de cada diez personas negras asesinadas son víctimas de delincuentes igualmente afroamericanos. Esto no significa que deba minusvalorarse la violencia policial o la discriminación racial, que sin duda existen y deben ser combatidas, sino que hemos de fomentar el análisis riguroso de la realidad para obtener soluciones capaces de resolver eficazmente los problemas planteados. Lamentablemente, introducir en el debate información contrastada que matiza el hashtag de turno convierte automáticamente a su autor en sospechoso de connivencia con el hecho denunciado. Sin duda, es más cómodo seguir al rebaño y repetir mecánicamente los lemas creados por otros.

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