La dignidad de nuestros mayores

Publicado en el Diari de Tarragona el 14 de junio de 2020


Una vez superada la etapa más crítica de la pandemia, hemos entrado en nuevo capítulo donde comienzan a exigirse responsabilidades políticas y judiciales por la forma en que las diversas administraciones públicas han afrontado esta crisis sanitaria. Uno de los aspectos más polémicos de esta respuesta se refiere a la atención médica dispensada a nuestros mayores, pues son varias las comunidades autónomas donde se sospecha que los ancianos fueron abandonados a su suerte por el mero hecho de serlo, una acusación gravísima que cuenta con indicios suficientes para no pasarse por alto.

Como punto de partida, cualquier profesional de la medicina reconoce que el triaje es una práctica inherente a la gestión de cualquier servicio de urgencias, pues los hospitales cuentan con unos recursos humanos y materiales concretos, y la imperiosa necesidad de atención no es igual en todos los pacientes. Todos los ciudadanos que hemos acudido a un área de emergencias hemos comprobado que nunca se atiende por estricto orden de llegada, como es lógico, sino según la gravedad de cada caso. Y en los supuestos más críticos (por ejemplo, un accidente con múltiples heridos) los sanitarios pueden verse obligados a elegir a quién atienden y a quién no, ponderando la limitación de medios y las posibilidades de supervivencia de cada ingresado. Hasta ahí, nada que objetar.

Sin embargo, lo que actualmente se reprocha a algunos responsables públicos es haber dictado instrucciones directas para descartar el auxilio médico según exclusivos criterios de edad (los mayores de ochenta) y domicilio (los ingresados en residencias). La credibilidad de estas sospechas no tiene nada que ver con una actitud más o menos conspiranoica, pues existen documentos que parecen refrendar esta estrategia política, e incluso algunos conocemos casos concretos de ancianos que fueron rechazados basándose exclusivamente en su fecha de nacimiento.

Son muchos los motivos que se han esgrimido para condenar estas terribles directrices. Algunos alegan la injusticia que constituye negar acceso hospitalario a quienes han pasado toda su vida cotizando para la consolidación de los servicios públicos. Otros destacan que fue precisamente esta generación la que apostó por la puesta en marcha del modelo de cobertura sanitaria que hoy disfrutamos todos. Incluso se apunta que este estrato de edad fue el que permitió a muchas familias sobrevivir a la crisis financiera de la pasada década, gracias a sus pensiones de jubilación. Y cuando han sido ellos quienes han pedido ayuda, justo entonces la sociedad les ha dejado en la estacada. Personalmente, todas estas argumentaciones me dan absolutamente igual.

En mi opinión, el deber de salvar la vida a estos conciudadanos no era consecuencia de su aportación colectiva al sostenimiento de las arcas públicas, a la implantación de la sanidad universal, o al mantenimiento de sus familiares en apuros. El deber de auxilio hacia estas personas se derivaba, única y exclusivamente, de que eran seres humanos. En efecto, se suponía que la dignidad de la persona era uno de los pilares esenciales y definitorios de nuestra cultura moral y política, pero hemos demostrado con los hechos que nuestros valores se van por el desagüe cuando las cosas se ponen feas, y que la mentalidad utilitarista ha agrietado los principios que considerábamos consustanciales a nuestro modelo social. Según se desprende de la documentación que ha salido a la luz, nuestros mayores no dejaron de ser atendidos como consecuencia de una valoración negativa de sus posibilidades de supervivencia, sino por el mero hecho de ser ancianos. Es decir, porque ya no eran productivos.

Esta verdad incómoda, que debería obligarnos a realizar un doloroso examen de conciencia colectivo, también debería servir para que nos replanteásemos la posición marginal que hemos reservado a nuestros mayores en las últimas décadas. Hace unos días escuché a un hombre de edad avanzada afirmando que sólo pedía a la sociedad que le permitiese vivir sus últimos años con cierta felicidad. Esta esperanza tiene mucho que ver con la forma de articular los diferentes grados de autonomía de los ancianos, sus necesidades médicas específicas y los recursos públicos con los que contamos. De acuerdo con las reflexiones que los profesionales del cuidado geriátrico han manifestado estas semanas, la revisión de esta realidad debería afrontarse desde un triple enfoque.

Por un lado, debemos fomentar que las personas mayores sin necesidades especiales puedan permanecer en sus hogares o en los de sus hijos, si así lo desean. Este objetivo tiene muchos y variados frentes: ayudas para adaptar las viviendas en términos de movilidad y seguridad, extensión de las redes de centros de día, ampliación de la atención domiciliaria, mejora de la conciliación laboral y familiar (un concepto que habitualmente relacionamos con los niños, pero que afecta de forma sustancial a la permanencia de los ancianos en el hogar), etc. En segundo lugar, para los casos en que la primera opción resulte inviable por motivos médicos o familiares, debe estudiarse una reforma de la regulación y supervisión de las residencias para dignificar las condiciones de vida en estos lugares, siendo también conscientes de las lógicas limitaciones materiales en este terreno. Y por último, el sistema público de salud debe mejorar su coordinación con este sector a la hora de prestar parte de sus servicios en los propios centros geriátricos. No se trata de convertir las residencias en hospitales, sino de dispensar una atención médica más inmediata y específica, y de descongestionar la red sanitaria en contextos de especial demanda como el que hemos vivido estos meses.

La redefinición del papel que ocupan nuestros mayores en la sociedad actual resulta urgente (teniendo en cuenta que su número crecerá de forma exponencial durante los próximos años) y también esencial para la reafirmación de nuestra propia identidad como civilización. Los valores no sirven de nada cuando se proclaman, sino cuando se aplican.

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