A ver, Coletas

Publicado en el Diari de Tarragona el 11 de junio de 2020


El respeto hacia el adversario es uno de los pilares fundamentales de una verdadera cultura democrática. La posibilidad de criticar aquello que consideramos erróneo o injusto es un derecho inherente a la libertad de opinión, que incluso puede convertirse en un deber moral en determinados supuestos. Sin embargo, el insulto y la vejación personal difícilmente casan con una mentalidad auténticamente cívica. En cierto modo, esta consideración hacia las personas se extiende también sobre sus ideas, en la medida en que definen aspectos íntimos de la propia conciencia. En este sentido, fue Albert Einstein quien afirmó acertadamente que “la libertad política implica la libertad de expresar la opinión política que uno tenga, y un respeto tolerante hacia cualquier otra opinión individual”. Esta cortesía formal hacia los individuos y sus posiciones, que en modo alguno supone compartir estas últimas, resulta especialmente relevante cuando se desarrolla en la órbita pública.

Lamentablemente, algunos de nuestros representantes políticos manifiestan verdaderos problemas para asumir los efectos pedagógicos que tienen cada uno de sus actos respecto del ciudadano medio, quien consciente o inconscientemente los considera con frecuencia un referente personal (de forma cada vez más injustificada, por cierto). Además, como decía Jean-François Paul de Gondi, más conocido como el Cardenal de Retz, “cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto”. Sin duda, los responsables institucionales que se adentran en el embarrado terreno de la descalificación personal, se desautorizan a sí mismos y también la función que realizan, degradando el propio sistema político de forma inexorable.

Durante los últimos meses estamos asistiendo a una espiral de chabacanería y malos modos parlamentarios que parece no tener fin. Los repetidos incidentes en la Comisión para la Reconstrucción parecieron encender todas las alarmas, y fueron numerosas las voces que se alzaron en favor de recuperar cierta compostura institucional. Pero esta reacción ciudadana y mediática parece no haber tenido efecto alguno. Esta misma semana, el dirigente popular Rafael Hernando mandaba un tuit a Pablo Iglesias que arrancaba con este encabezado: “A ver, Coletas” (y soy generoso puntuando la frase, pues el senador conservador parece desconocer la coma vocativa). ¿Fue un gravísimo ataque? Probablemente no. ¿Es un gesto preocupante? En mi opinión, sin duda, porque demuestra que algunas señorías no han aprendido nada de lo sucedido estas últimas jornadas. El hecho de que un miembro de la Mesa del Senado se dirija al vicepresidente del Gobierno de este modo demuestra hasta qué punto algunos de nuestros representantes son incapaces de distinguir el debate político de un reality en Telecinco.

No es la primera vez que Hernando muestra la peor cara de nuestras dinámicas políticas. En el pasado, su señoría ya negó el peligro del cambio climático denunciado por los expertos y las entidades ecologistas, un augurio que consideraba “igual que la predicción maya sobre el fin del mundo”. Ese mismo año tuvo que disculparse por llamar “pijo ácrata” al juez Santiago Pedraz, y durante su carrera política ha sido objeto de varias denuncias por delitos de odio. En 2014 fue condenado a pagar 20.000 € al partido UPyD por vulnerar su honor al acusarle de financiarse ilegalmente.

Sin embargo, a pesar de que probablemente nos encontremos ante uno de los máximos exponentes de la degeneración parlamentaria de los últimos años, no es el único dirigente con tendencia al exabrupto. Estas últimas jornadas se han repetido las escenas bochornosas que algunos diputados y senadores nos han ofrecido desde sus escaños: el propio Pablo Iglesias, Cayetana Álvarez de Toledo, Iván Espinosa de los Monteros, Enrique Santiago, Inés Cañizares… Semejante multiplicación de excesos verbales demuestra que no nos encontramos ante simples incidentes puntuales, derivados de un calentón particular e incontrolable: es una estrategia perfectamente calculada.

En efecto, quienes conocen a Rafael Hernando coinciden al señalar que el tono faltón que le caracteriza desaparece de inmediato en cuanto abandona el escenario. En el mismo sentido, un amigo senador me comentaba esta semana que los plenos y comisiones de la Cámara Alta suelen ser una balsa de aceite hasta que aparecen las cámaras de televisión. Por lo visto, las Cortes se han llenado de individuos con el síndrome de Mae West (“cuando soy buena, soy buena, pero cuando soy mala, soy mejor”), y lo que es más preocupante, convencidos de que esta actitud les resulta electoralmente rentable. Y probablemente lo sea, por la actitud puramente mercantilista de la mayoría de los medios de comunicación, que priman las declaraciones subidas de tono en detrimento de la argumentación constructiva. También un viejo amigo, al que considero uno de los oradores más brillantes del Parlament de Catalunya, me comentaba hace unos meses: “me paso días redactando intervenciones muy trabajadas y no tienen ninguna repercusión. Un día preparo una payasada y sé que voy a salir en todos los telediarios”.

Es posible que la progresiva putrefacción de nuestra vida parlamentaria tenga una triple causa: por un lado, un importante sector de la ciudadanía, ideológicamente transversal, que manifiesta una cultura democrática manifiestamente mejorable (“¡Alfonso, dales caña!”); en segundo lugar, unos medios de comunicación que sólo buscan carnaza que entretenga y embrutezca a sus espectadores; y por último, una clase dirigente que ha olvidado su responsabilidad como referente público, entregándose a cualquier estrategia que pueda multiplicar sus votos, aun sabiendo el perjuicio que esta actitud puede provocar al propio sistema político. Mediocridad, mediocridad y mediocridad. Muchos frentes donde mejorar.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El beso

Una moto difícil de comprar

Bancarrota