Muertos de segunda

Publicado en el Diari de Tarragona el 31 de marzo de 2019


Eran la dos del mediodía. Brenton Tarrant bajó de su coche frente a la mezquita de Masjid al Noor, en el centro de Christchurch, portando dos fusiles de asalto y una cámara subjetiva para retransmitir en directo la matanza. Los confiados habitantes de esta ciudad costera, la mayor de la Isla Sur de Nueva Zelanda, todavía no eran conscientes de que aquella jornada quedaría marcada a fuego en la historia local. Este joven australiano, antiguo instructor de fitness y militante activo del supremacismo blanco, se autodefinía como ecofascista y defensor de la “teoría del gran reemplazo”. No estaba dispuesto a convivir con un colectivo, el musulmán, al que consideraba una amenaza para sus creencias y su forma de vida. Lo explicitó en un manifiesto publicado esa misma mañana: “son un grupo de invasores que quieren ocupar las tierras de mi pueblo y reemplazar étnicamente a mi propia gente”. Resulta desconcertante que un blanco se atreva a pronunciar estas palabras en Oceanía. 

El imán ya había comenzado las oraciones del viernes. Tarrant entró en el edificio y comenzó a disparar indiscriminadamente a los fieles que habían acudido al lugar. También abatió a varios individuos que intentaron echar a correr para escapar de la carnicería. Más tarde, ciego de odio, el asesino se dirigió a la mezquita del barrio de Linwood, a escasas manzanas de allí, donde liquidó a varias personas más. En total, medio centenar de seres humanos perdieron la vida aquella tarde por el mero hecho de ser musulmanes. 

Apenas una semana después, a quince mil kilómetros de allí, un grupo yihadista perfectamente organizado asaltaba Michika, una pequeña ciudad de mayoría cristiana en el estado de Adamawa, en el este de Nigeria. Los cuatrocientos atacantes, armados con escopetas y machetes, formaban parte de la milicia islamista Boko Haram, que en 2014 se hizo tristemente célebre por secuestrar a doscientas niñas en una escuela en Jibik. Según informaciones recabadas desde el terreno, los extremistas utilizaron redes de pesca para cazar a sus víctimas. Mientras un escuadrón de asesinos atravesaba con sus cuchillos a las personas atrapadas entre las cuerdas, otros prendían fuego a negocios y viviendas particulares, y un tercer grupo daba caza a las familias que huían a las montañas cercanas. Los milicianos abandonaron finalmente la población, dejando a su paso un reguero de cadáveres de hombres, mujeres y niños. 


Lamentablemente, esta matanza es sólo un nuevo episodio en el largo y silencioso exterminio que la comunidad cristiana está padeciendo en la región. Según las ONG que trabajan en la zona, casi doscientos nigerianos de esta confesión han sido asesinados por los radicales en apenas una semana. El 25 de febrero, por ejemplo, asaltantes de la etnia Fulani acabaron con la vida de medio centenar de cristianos en la comunidad de Adara. Para hacernos una idea de la envergadura de este horror, durante el primer semestre del año pasado seis mil cristianos nigerianos murieron a manos de extremistas de confesión islámica. 

Durante las dos últimas semanas, todos hemos seguido por televisión las multitudinarias muestras de condolencia por los asesinatos de Brenton Tarrant, una movilización que ha traspasado fronteras, evidenciando un dolor sincero y transversal por esta brutalidad sin sentido. Hemos visto a varios jefes de Estado europeos condenando enérgicamente el atentado, hemos visto a los medios de comunicación de todo el mundo volcados con la tragedia, hemos visto a grupos de jóvenes bailando danzas rituales maoríes en honor de los fallecidos, hemos visto a las máximas autoridades neozelandesas tomar medidas inmediatas para evitar sucesos semejantes, incluso hemos visto a varias periodistas no musulmanas presentando sus programas con hiyab como gesto de cercanía con las víctimas. Sin embargo, ¿cuál ha sido la reacción internacional ante la matanza de Michika? Lo que sorprende no es la positiva respuesta al atentado de Christchurch, obviamente, sino el atronador silencio con que estamos asistiendo a un auténtico genocidio de las comunidades cristianas en Nigeria, en Siria, en Congo, en Pakistán... 

Algunos analistas consideran que este silencio informativo se debe a la lejanía física, afectiva y mental que nos separa de las víctimas. La hipótesis resulta discutible, teniendo en cuenta la similar indiferencia con que recibimos hace un mes la muerte del salesiano español Antonio César Fernández y tres compañeros togoleses, quienes fueron tiroteados a quemarropa por un comando yihadista en Burkina Faso. Otros, desde una visión más economicista, atribuyen este desinterés occidental a la pobreza material de los asesinados. Esta deprimente explicación tampoco resulta consistente, si atendemos al nivel social de los coptos que son acosados sistemáticamente en Egipto. Al final no tendremos más remedio que llegar a la conclusión de que los gobernantes y periodistas europeos no prestan apenas atención a estas masacres simplemente por la confesión concreta de las víctimas: paradójicamente, el cadáver de cristiano cotiza barato en el mercado mediático y político occidental. 


Precisamente, la catedral de Tarragona fue testigo la semana pasada de la beatificación del médico Marià Mullerat i Soldevila, asesinado por unos milicianos republicanos "por odio a la fe", según consta en el documento aprobado por la Congregación para las Causas de los Santos. Sin embargo, en pleno siglo XXI, la tranquilidad que disfrutamos quienes vivimos en sociedades donde afortunadamente se respeta la libertad religiosa puede llevarnos a pensar que el martirio cristiano es algo del pasado, un drama con aura casi mítica que se esconde entre las páginas de viejos libros cubiertos de polvo. Y no es así. Sin duda, es justo y loable que honremos a los fieles musulmanes que murieron hace dos semanas bajo las balas de un loco sanguinario en Christchurch, pero tampoco estaría de más mostrar la misma preocupación, sensibilidad y empatía hacia aquellos seres humanos que son sistemáticamente perseguidos en la actualidad por tener la osadía de conservar sus creencias cristianas en entornos letalmente hostiles.

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