Crisis de nocicepción

Publicado en el Diari de Tarragona el 24 de marzo de 2019


Si usted y yo seguimos vivos en estos momentos, en gran medida debemos agradecérselo al correcto funcionamiento de los automatismos fisiológicos que nos previenen del riesgo. La evolución ha logrado dotarnos de una extensa red de terminaciones nerviosas que detectan fenómenos potencialmente nocivos para nuestra integridad física. Estos nociceptores están diseñados para identificar estímulos externos de naturaleza química (por ejemplo, una irritación cutánea), mecánica (por ejemplo, un corte en un brazo) y térmica (por ejemplo, una quemadura en una mano). Lo más ingenioso es la capacidad de nuestro organismo para desatar reacciones instantáneas para eludir el peligro cuando se supera determinado umbral sensitivo (por ejemplo, alejando de forma refleja la mano del fuego), una respuesta que en ocasiones ni siquiera llega a alcanzar jamás el nivel de consciencia (por ejemplo, cuando el propio sistema aumenta la tensión arterial o la palidez).



Es razonable establecer cierto paralelismo entre estos fenómenos y la forma en que se desenvuelven las complejas sociedades humanas, relativamente homologables a un ser vivo. En efecto, podría afirmarse que las colectividades suelen contar con mecanismos de autoprotección que previenen de los riesgos que acechan al grupo. Estos sistemas de prevención desarrollan unas respuestas que a veces tienen carácter consciente (por ejemplo, mediante un debate abierto que conduce a una decisión colectiva en un determinado sentido) pero que en ocasiones se desarrollan de forma casi automática, normalmente porque el sistema considera tan rechazable una determinada posibilidad que ni siquiera llega a plantearse en el foro público.


Por poner un ejemplo, pensemos en el caso paradigmático de la pena de muerte. Supongo que nadie alberga la menor duda de que, en determinados momentos de especial sensibilidad pública, una significativa mayoría del cuerpo electoral habría respaldado la reimplantación de la pena capital para castigar delitos especialmente graves. No es difícil revivir la atmósfera que se respiraba, por ejemplo, durante los días posteriores al brutal atentado de Hipercor, o la indignación social que latía tras el feroz asesinato de Sandra Palo, una joven discapacitada psíquica que fue violentamente secuestrada, grupalmente violada, repetidamente atropellada y finalmente quemada viva por cuatro menores de edad. Cada vez que se ha producido una de estas situaciones (las ha habido por docenas) siempre ha asomado la tentación de responder a semejantes aberraciones exigiendo la cabeza física de los culpables. Cuando la sangre bulle, la mente se nubla.

Afortunadamente, nuestro modelo tiene herramientas para responder a estas pulsiones viscerales, que son rechazadas de forma automática sin necesidad de abrir una discusión bizantina de peligrosas consecuencias. Algunos de estos recursos están recogidos positivamente en textos legales, como los límites de forma y fondo que establece nuestro modelo constitucional. Otros son más volátiles, como el sentido de la responsabilidad que se presupone a la clase política globalmente considerada, que ni siquiera entra a debatir ni da pábulo a aquellas propuestas que se consideran manifiestamente nocivas para el desarrollo saludable de nuestra vida colectiva. Sin embargo, a la vista de lo que viene sucediendo últimamente, sospecho que algo no va bien en nuestro sistema nociceptor.


En efecto, por un lado, los diferentes cortafuegos que impone nuestro sistema político parecen últimamente más frágiles que nunca. No hay más que contemplar a algunos representantes institucionales riéndose abiertamente de la Junta Electoral Central (el árbitro encargado de supervisar los diferentes comicios), a varios candidatos al Congreso hablando de suspender la autonomía catalana, sí o sí, de modo total e indefinido (como si el artículo 155 fuera una carta blanca para hacer cualquier cosa de forma incondicionada), o a un gobierno central contemporizando con quienes se jactan de saltarse la ley (en previsión de necesitar eventualmente sus votos en la próxima legislatura).

Por otro lado, la presunta seriedad y preparación que debería caracterizar a nuestra clase dirigente brilla últimamente por su ausencia, y la ciudadanía comienza a aceptar resignadamente que cualquier Schettino lleve el timón de la nave que nos cobija a todos. El talento huye en debandada de la actividad política, y nuestras instituciones (desde los ayuntamientos hasta la Eurocámara, pasando por los parlamentos autonómicos y las Cortes) van camino de convertirse en un refugio de trepas y chupópteros que no tendrían la menor posibilidad de ganarse la vida en el sector privado. Esta indigencia profesional explica frecuentemente algunas actitudes escandalosamente irresponsables de nuestros gobernantes, que dañan la convivencia y tienen entre sus objetivos fundamentales el aseguramiento de un abrevadero suficientemente amplio para un número desorbitado de afiliados sin oficio ni beneficio. En este contexto, carente del más mínimo rastro de vocación de servicio, resulta lógico acabar viendo a un expresident dispuesto a volar por los aires el marco institucional para conservar su protagonismo, a un candidato proponiendo armar a los ciudadanos para que se autoprotejan como en el Far West, o a un partido de gobierno recogiendo firmas para enfrentar a diferentes comunidades por un contenido estatutario presuntamente intolerable, pero que fue sustancialmente aceptado en autonomías bajo su control.


Volviendo a la comparación inicial, los individuos que sufren problemas en su sistema nociceptor suelen tener una esperanza de vida muy inferior a la media, al carecer de herramientas para identificar y contrarrestar los riesgos que amenazan la propia supervivencia. Por ejemplo, es frecuente que los pacientes que nacen con insensibilidad congénita al dolor con anhidrosis (CIPA) terminen falleciendo por la infección de cualquier herida o quemadura cuya gravedad ni siquiera percibían. A nivel colectivo, constatando la inquietante fragilidad que muestran nuestros mecanismos autodefensivos frente a la epidemia de irresponsabilidad en la que nos hallamos inmersos, no sería extraño un final parecido para el modelo político que tanto costó edificar. Nos hemos empeñado en jugar con fuego y lo pagaremos caro.

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