El que piensa, pierde

Publicado en el Diari de Tarragona el 17 de marzo de 2019


Corrían los duros años de la guerra de independencia griega, que hace dos siglos logró finiquitar la dominación otomana sobre este histórico rincón del mediterráneo oriental. Un humilde labrador de la isla de Milo, Yórgos Kendrotás, trabajaba sus tierras como todas las mañanas, ajeno al conflicto bélico que implicó tardíamente a las principales potencias europeas. De pronto, su arado topó con dos enormes bloques de mármol blanco. No pudo desenterrar el mayor de ellos (el conjunto pesaba casi una tonelada) pero logró arrastrar el otro hasta su establo. Sentado sobre una bala de paja, entre cabras y telarañas, el bueno de Yórgos pudo entonces contemplar una de las esculturas más bellas que el helenismo legó a la posteridad. El estupefacto agricultor pidió consejo a un clérigo ortodoxo que también residía en el archipiélago de las Cícladas, quien ofertó aquella maravilla a los franceses. Tras una controvertida negociación paralela con los turcos, la Venus de Milo acabó finalmente en manos del rey Luis XVIII, quien la cedió al museo del Louvre donde todavía hoy se exhibe. Por el camino quedó el misterio sobre la pérdida de sus brazos: algunos defienden que ya no existían en el momento del descubrimiento, otros atribuyen la amputación a un golpe contra las rocas durante su atropellada salida de la isla, otros creen que se perdieron durante el ataque de los turcos contra la embarcación que trasladaba la obra… 


En cualquier caso, poco tiempo después de que el oficial Jules Dumont D'Urville y el Marqués de Riviere consiguiesen llevar a Francia la Afrodita de Milos, como realmente se llama, esta magnífica escultura de Alejandro de Antioquía se convirtió en un icono mundial. Precisamente, a propósito de aquella fiebre internacional por el hallazgo, el siempre brillante Oscar Wilde narró una curiosa historia (al parecer, para ridiculizar la incultura de algunos magnates norteamericanos) sobre un millonario que encargó una copia en yeso de la obra. Cuando la reproducción llegó a su ostentosa mansión de las Montañas Rocosas, el peculiar empresario montó en cólera al comprobar que a la escultura le faltaban los brazos. Siguiendo la tradición pleiteadora estadounidense, el indignado comprador demandó a la compañía de ferrocarriles por mutilar la escultura durante el traslado, y lo más estrambótico es que terminó ganando el pleito (una hipótesis perfectamente creíble analizando las descabelladas sentencias que anualmente se emiten en algunos juzgados de EEUU, sarcásticamente celebradas en los Stella Awards). Ciertamente, aún más lamentable que este derroche de ignorancia es que se termine dando la razón al necio, convirtiendo su propia incompetencia en una herramienta capaz de hacerle salir beneficiado. 

Algo parecido se está produciendo últimamente en el magma postconvergente, tras el triunfo avasallador de Puigdemont en la elaboración de las listas electorales para los próximos comicios generales, municipales y europeos. Efectivamente, durante la decisiva reunión que JxCat celebró el pasado fin de semana, el hombre de Waterloo consiguió doblar el brazo de los dirigentes de la coalición, a quienes chantajeó amenazando con abandonar la formación si no se aceptaba su estrategia de tierra quemada: cuanto peor, mejor. Finalmente, el expresident impuso dedocráticamente a los candidatos de su cuerda (Artadi, Cuevillas, Borràs, Nogueras…) borrando del mapa cualquier rastro del inmemorial talante pactista y pragmático de aquella potente máquina de gobernar que fue CDC. El propio Carles Campuzano, un eficaz y brillante diputado, ha dicho adiós a su escaño por mostrar una actitud demasiado dialogante en el Congreso. Como decían Les Luthiers, “el que piensa, pierde”. Los herederos del catalanismo constructivo han terminado sucumbiendo al estilo pancartero y populista del bruselense, sumiendo al PDeCAT en una agonía irreversible. 


Esta espiral autodestructiva se inició hace ya unos años, con el oportunista salto al vacío de Artur Mas (confundió enfrentarse a un Gobierno con atacar al Estado), se agudizó con las frivolidades del voluble Carles Puigdemont (su falta de carácter desembocó en una DUI suicida) y se ha consumado con la incendiaria charlatanería del Quim Torra (un masover que renuncia a gobernar). Sin duda, la historia juzgará con extrema dureza al trío de Ítaca: recibieron un país cohesionado, económicamente imparable, políticamente sólido y exteriormente admirado, y han dejado tras de sí una sociedad fracturada, institucionalmente bloqueada, ideológicamente radicalizada y escasamente esperanzada. Para colmo, este incompetente Govern tuvo como contraparte a un ejecutivo sordo y mediocre en la Moncloa, una letal alineación planetaria cuyos resultados están a la vista. Tardaremos décadas en recomponer los pedazos. 

La insensatez que ha guiado la política catalana durante estos años está quedando últimamente en evidencia: los letrados del Parlament, Antoni Bayona y Xavier Muro, han declarado en sede judicial que los servicios jurídicos de la cámara advirtieron repetidamente sobre las consecuencias legales derivadas de la tramitación de iniciativas contrarias a las resoluciones del TC; el lehendakari Urkullu ha confirmado que Carles Puigdemont le transmitió su decisión de convocar elecciones autonómicas, hasta que se acobardó ante la presión de los sectores más hiperventilados del independentismo; los altos mandos de los Mossos d’Esquadra, Manel Castellví y Emili Quevedo, han ratificado que avisaron al expresident de que la consulta del 1-O había sido declarada ilegal, solicitándole infructuosamente que la desconvocase para garantizar la seguridad de la ciudadanía; el propio Josep Lluís Trapero calificó este jueves de irresponsable la actitud del Govern… 


Es razonable concluir que el descalabro político y social que vive actualmente Catalunya no es fruto de una inesperada reacción estatal ante unos hechos que se consideraban inocuos, sino la consecuencia previsible de una gestión gubernamental conscientemente suicida desde el Palau de la Generalitat. El colmo es que Puigdemont ha salido triunfante del disparate, como el estrafalario magnate de las Montañas Rocosas, recibiendo el pasado fin de semana un poder omnímodo sobre el espacio postconvergente. Definitivamente, cuando una organización se empeña en quemarse a lo bonzo, lo mejor es dejar que lo haga y reconstruir desde las cenizas.

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