Ya están aquí

Publicado en el Diari de Tarragona el 9 de diciembre de 2018


Aunque la encuesta del CIS apenas les otorgaba un escaño en el parlamento andaluz, sus dirigentes declararon durante la víspera electoral que aspiraban a alcanzar hasta siete diputados, una afirmación que sonaba a bravuconada propagandística. Finalmente, cuando las urnas de Sanlúcar cerraron con dos horas de retraso, conocimos abruptamente la consumación de un terremoto electoral que nadie se atrevió a pronosticar. La extrema derecha conquistaba doce escaños en la cámara del antiguo hospital de las Cinco Llagas, un resultado que permite hablar de un antes y un después no sólo en el palacio de San Telmo, sino probablemente en el desarrollo de la política estatal de los próximos años. 

Aunque sin duda se trata de un hecho inquietante, la irrupción de la extrema derecha en nuestras instituciones homologa el panorama electoral español con estándares continentales. Hace años que los partidos ultras se hicieron un hueco en varios parlamentos europeos, un fenómeno que antes o después acabaría aterrizando por estos lares. Sin embargo, el impacto emocional de esta realidad puede no ser el mismo en España, teniendo en cuenta que hace apenas cuatro décadas seguíamos sometidos a una dictadura militar. En cualquier caso, no deja de ser paradójico que esta semana, en medio de los fastos por el cuadragésimo aniversario de la Constitución que finiquitó el franquismo, veamos cómo algunos de sus nostálgicos regresan al poder. 

Efectivamente, los grupúsculos que aún sienten cierta admiración por el régimen anterior han encontrado al fin un referente electoral con el que identificarse sin matices. Sin embargo, probablemente constituya un grave error de análisis identificar a Santiago Abascal con Blas Piñar. El falangismo está más desfasado que el papel de calco, mientras Vox tiene sus referentes en movimientos plenamente actuales como el Rassemblement National de Marine Le Pen, el Partij voor de Vrijheid de Geert Wilders, el Magyar Polgári Szövetség de Viktor Orbán, el United Kingdom Independence Party de Nigel Farage… Nos encontramos ante la simple versión cañí de ese populismo conservador, autárquico y nacionalista que está barriendo occidente como un tsunami. 


Desde un punto de vista propagandístico, al igual que sucede con sus hermanos europeos y americanos, nuestro particular “trumpismo” de pandereta construye su demagógico edificio sobre dos pilares fundamentales: el corazón y el bolsillo. Por un lado, la nueva ultraderecha hereda de sus antecedentes más obvios una descarada utilización de la reafirmación identitaria y excluyente como recurso sentimental para concitar adhesiones inquebrantables. Para maximizar este efecto, los movimientos de este tipo suelen identificar un enemigo exterior al que atribuyen una obsesión enfermiza por acabar con las propias esencias. Así, los rednecks se reafirman frente a Washington, los seguidores de Salvini frente a Bruselas, los votantes de Vox frente a la Catalunya soberanista, etc. La capacidad de movilización que genera el sentimiento de ataque identitario es descomunal, un fenómeno que en el caso del procesismo tiene además carácter bidireccional y retroalimentado. 

Pero no todo es arrebato patriótico. La nueva ultraderecha también se aprovecha electoralmente del descontento social, alimentándose con frecuencia de contextos económicos recesivos. El auge del fascismo en los años treinta estuvo ligado a la crisis económica precedente, y los actuales movimientos ultras son hijos del crack de 2007. Para colmo, la confluencia de esta crisis con el aumento de la migración ha fraguado una tormenta perfecta, al desencadenar una inconfesable competencia por la captación de recursos sociales y el acceso a empleos poco capacitados. No es extraño, por tanto, que las principales bolsas de voto de este tipo de partidos se localicen en zonas desfavorecidas con altas tasas de inmigración (pensemos en las recurrentes victorias de Le Pen en las barriadas del Mediterráneo francés, o el triunfo arrollador de Abascal en las áreas más conflictivas de Almería). 

Vox ha venido para quedarse, y aunque sólo represente a una modesta fracción del electorado, puede convertirse en la llave conservadora para desbancar a la izquierda del poder. Sin embargo, todavía hay quien siente cierto pudor ante la posibilidad de asociarse con la extrema derecha. Lo pudimos comprobar la misma noche electoral del pasado domingo, cuando Albert Rivera propuso un acuerdo PSOE-PP-Cs, consciente del tremendo lastre que significaría de cara al futuro haber pactado un gobierno con semejantes socios. No tuvo tantos reparos Pablo Casado, un tipo con memoria flexible, sinceridad negociable, ideología cuántica y mirada cortoplacista, cuyo único objetivo es recuperar el poder allá donde pueda. Fue él quien criticó el posible “gobierno de perdedores” conformado por PSOE y Cs, o quien reprochó a Pedro Sánchez valerse de los votos de formaciones situadas al margen de los valores constitucionales. Y curiosamente es él quien ahora reclama el botín de la Junta de Andalucía con el respaldo de tres partidos que no ganaron las elecciones, entre los que se incluye una formación a quien han felicitado algunos personajes de la talla de David Duke, antiguo líder del Ku Klux Klan. 


Pablo Casado, como Groucho Marx, tiene unos principios pero si conviene también tiene otros, y carece del menor escrúpulo para extender la alfombra roja a un tipo que se jacta de ir siempre armado con una Smith & Wesson. Con semejante panorama, todo apunta a que durante los próximos años veremos a Vox formando parte de coaliciones gubernamentales en numerosas instituciones, cobrando sus peajes programáticos correspondientes. De momento, las exigencias que Santiago Abascal ha planteado esta semana para colaborar con el PP son toda una declaración de intenciones: cierre de canales autonómicos, recentralización de competencias transferidas, defensa de la caza y la tauromaquia… Parecía que nunca tendríamos que reencontrarnos con determinados fantasmas del pasado, pero como decía la niña de Poltergeist, ya están aquí. 

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