Stille Nacht, Silent Night

Publicado en el Diari de Tarragona el 23 de diciembre de 2018


Aquellos jóvenes llevaban meses hundidos en un barro cada vez más húmedo y profundo. Habían sido enviados a aquellos campos de sangre para combatir al enemigo de la patria, una forma eufemística de obligarles a matar a otros seres humanos por el mero hecho de haber nacido al otro lado de una línea imaginaria. El imperio alemán acababa de invadir Bélgica camino de París, pero las fuerzas británicas y francesas lograron frenar su avance a costa de padecer miles de bajas. El frente occidental se había congelado como la escarcha que cubría los uniformes de aquellos soldados, inmovilizados en una interminable sucesión de trincheras enfrentadas que marcaban la línea de combate. Aunque apenas asomaban la cabeza para evitar que un balazo les reventara la cara, las zanjas estaban tan cerca que los combatientes de uno y otro bando ya casi podían considerarse compañeros de fatigas. El invierno se les había echado encima y la vida se hacía insoportable entre el frío, el hambre y los insectos que infestaban aquella ciénaga. Todos echaban de menos a sus familias y el calor de sus hogares, un sentimiento especialmente doloroso durante aquellas navidades de 1914. El propio Benedicto XV había suplicado a los gobiernos una tregua durante las fiestas, una petición estéril por la obcecación enfermiza de las autoridades militares. 

En aquel ambiente sombrío y desesperanzado llegó la Nochebuena. Pese a encontrarse en un contexto tan poco propicio, los soldados alemanes decoraron sus parapetos como buenamente pudieron con algunos adornos improvisados. Entonces cayó la noche y se obró el milagro. Las tropas germanas comenzaron a entonar Stille Nacht y los combatientes británicos se unieron al villancico cantándolo en su propio idioma, Silent Night. Noche de paz. De pronto, todos ellos comprendieron lo que Erich Hartman definió años después de forma sublime: “la guerra es un lugar donde unos jóvenes que no se conocen y no se odian se matan entre sí, por la decisión de unos viejos que se conocen y se odian pero no se matan”. 


Pese a la prohibición expresa de confraternización, aquellos muchachos abandonaron sus puestos, uno tras otro, en dirección a las trincheras enemigas. De nada sirvieron los enfurecidos gritos de sus superiores, exigiéndoles que regresasen inmediatamente a sus posiciones. Esta escena siempre me trae a la memoria el sobrecogedor “Oh capitán, mi capitán” que cierra de forma magistral la inolvidable película “El club de los poetas muertos”. El corazón venciendo al deber. Poco a poco, aquella rebelión contra la imposición del odio, nacida en Ypres, se extendió a lo largo de los Campos de Flandes como un interminable dominó humano. Los soldados salían de sus resguardadas zanjas para abrazarse con sus presuntos enemigos, cruzándose regalos y deseándose una feliz Navidad. Los más animosos organizaron un improvisado partido de fútbol que ganaron los teutones por tres goles a dos, confirmando anticipadamente la célebre máxima de Gary Lineker. Incluso se conservan fotografías de tropas británicas y alemanas intercambiándose sus cascos y sombreros reglamentarios, una auténtica blasfemia patriótica en tiempos de guerra. Resulta difícil recordar un episodio histórico que refleje de forma más conmovedora ese hilo de empatía que el corazón humano conserva siempre en su interior, dispuesto a manifestarse incluso en los momentos más insospechados. 

Aquella espontánea Tregua de Navidad apenas duró una noche, aunque en algunas zonas llegó a prolongarse durante semanas. Los combatientes aprovecharon aquellos instantes de paz efímera para sepultar unitariamente a los muertos de los dos ejércitos, cuyos cuerpos yacían desde hacía días en la tierra de nadie que se extendía entre las alambradas. Durante uno de esos entierros conjuntos, un capellán escocés realizó una lectura bilingüe del célebre Salmo 23: “El Señor es mi pastor, nada me falta. Sobre verdes pastos me hace reposar, por aguas tranquilas me conduce. El Señor me da nueva fuerza, me consuela, me hace perseverar. Me lleva por el buen camino, por el amor de su nombre. Aunque camine por un valle oscuro no temeré mal alguno porque Él está conmigo”. El historiador Stanley Weintraub recoge un fragmento de una carta que un soldado alemán envió a su familia describiendo aquellas horas mágicas: “qué maravilloso y extraño al mismo tiempo”. 


Los altos mandos de ambos bloques montaron en cólera tras lo sucedido y amenazaron con graves represalias si algo así volvía a suceder. A partir de aquel año, los gobiernos alemán y británico ordenaron que los frentes fueran brutalmente bombardeados durante la víspera de Navidad para mantener la tensión bélica en esas fechas. A pesar de estas desalmadas maniobras, las treguas informales entre combatientes se repitieron en el invierno de 1915 y 1916, en este último caso en el frente oriental, aunque con una magnitud mucho menor. 

Pero no hace falta remontarse un siglo atrás para encontrar a un atajo de presuntos líderes, empeñados en confrontar a las personas para satisfacer sus propios intereses políticos. Afortunadamente los conflictos de nuestro entorno suelen ser incruentos, pero repiten la estrategia de avivar el rencor y el desprecio hacia el contrario. La historia nos ayuda a no repetir los errores del pasado, y este episodio debería enseñarnos que ninguna identidad o ideología debería enfrentarnos en el plano personal con nuestros amigos, vecinos, compañeros o familiares. Ojalá vivamos rodeados de muchas personas como ese primer joven que salió de su trinchera, enviando un mensaje implícito a su enemigo: “aunque estamos en bandos opuestos, yo no te odio”. Y esperemos también que esta tregua navideña se extienda durante todo el año que está a punto de comenzar. 

¡Feliz Navidad! Gabon zoriontsuak! Bon Nadal!

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