Tarragona 2018: un balance

Publicado en el Diari de Tarragona el 8 de julio de 2018


Aunque el saldo final de un evento como los Juegos Mediterráneos requiere el paso del tiempo para ser evaluado en su verdadera dimensión, puede resultar procedente el bosquejo de un apresurado análisis de este acontecimiento, teniendo en cuenta el revuelo mediático que ha provocado desde el mismo día de su inauguración. La guerra latente que mantenían los grupos partidarios y detractores de esta competición apenas necesitó una hora de ceremonia para estallar con estrépito, evidenciando que esta cita deportiva ha sido utilizada por muchos como simple campo de batalla donde continuar un choque previo de carácter esencialmente ideológico y partidista. 

Supongamos por un momento que este evento hubiera sido organizado por un eventual alcalde de la oposición local. Apuesto pintxo de tortilla y caña a que muchos de los ciudadanos que consideran que estas jornadas han sido un éxito absoluto estarían hoy sacando punta a cada pequeño error de la organización, y quienes esta semana han denunciado vehementemente el ridículo exterior de la ciudad no pararían de gritar que “el món ens mira” con entusiasmo y admiración. Durante los últimos días, el método más fiable para conocer de qué pie ideológico cojeaba un vecino tarraconense no era descubrir su informativo o periódico de cabecera, sino su opinión acerca de los Juegos. Al igual que suele ocurrir frecuentemente al enjuiciar un penalti, el factor clave que decantaba la balanza no eran los hechos observados sino el equipo al que pertenecía el observador. Aunque supongo que yo tampoco me libro de esta dialéctica hooliganiana, intentaré emitir mi particular balance lo más honestamente posible. 

Comenzando por lo positivo, deberíamos destacar tres capítulos fundamentales. En primer lugar, la vertiente estrictamente deportiva de la competición ha sido más que digna, y los participantes han marchado de Tarragona alabando las condiciones generales en que se ha desarrollado esta edición. Por otro lado, nuestras comarcas han vivido una movilización sin precedentes gracias a la enorme marea de voluntarios inscritos, lo que demuestra que los tarraconenses somos capaces de volcarnos cuando se nos propone un proyecto ilusionante. Por último, los Juegos han servido fundamentalmente para dotarnos de unas infraestructuras deportivas de primer nivel, una asignatura pendiente que habría resultado inalcanzable con los limitados recursos locales. 

Tengo buenos amigos que se han dejado el alma en la organización de estas jornadas, y como siempre he creído que a un amigo no hay que dorarle la píldora sino decirle la verdad, considero ineludible destacar que no todo ha sido positivo. La paupérrima imagen que ofrecieron las gradas del campo del Nàstic durante la ceremonia inaugural es una prueba incontestable de la fallida promoción local del acontecimiento, así como de la errónea política en materia de entradas e invitaciones. El alcalde Ballesteros detalló puntualmente el reparto protocolario de asientos para explicar aquella deprimente estampa del Nou Estadi, una disculpa difícilmente digerible teniendo en cuenta que esos mismos requerimientos no impiden que la apertura de cualquier otra competición de alto nivel ofrezca siempre la sensación de que no cabe un alfiler. 


A muchos nos sobró también la sobreactuación del ejército en unas jornadas en las que su presencia, de haberla, jamás debería haber asumido semejante protagonismo: bandas militares en el teatro Metropol, una patrulla aérea dibujando una descomunal bandera rojigualda sobre la ciudad, el mayor buque de la armada atracado en el Port… Sólo nos faltó un desfile de la Legión paseando a su cabra desde Companys hasta el Balcó. La única explicación que encuentro para este extravagante despliegue castrense es una cierta actitud reactiva de algunos responsables políticos frente a la hostilidad que el independentismo local ha mostrado repetidamente hacia estos Juegos por considerarlos demasiado españoles. ¿No quieres sopa? Pues dos tazas. 

Efectivamente, algunas formaciones de la oposición en el Ajuntament de Tarragona se han dedicado durante años a poner palos en las ruedas de los organizadores (algo que, por cierto, no han hecho los compañeros de sus respectivos partidos en las demás subsedes). Sorprende que estos colectivos se rasguen ahora las vestiduras por el desarrollo del evento, cuando han sido ellos mismos quienes lo han despreciado sistemáticamente desde su gestación. Un ejemplo de esta incoherencia lo encontramos en las airadas protestas por la exclusión de los castellers en las diferentes ceremonias, cuando lo cierto es que fueron las propias collas quienes rechazaron la invitación, precisamente por compartir mayoritariamente las mismas tesis de quienes se indignaron por su ausencia. Delirante. 

Fruto de este ambiente irrespirable, han sido muchos los medios –especialmente barceloneses- que han disparado con bala contra los Juegos con cada oportunidad que se les ha puesto a tiro: un fallo en la megafonía, una desafortunada entrega de medallas, un desperfecto en una pista… Algunos se han animado incluso a reprochar a los organizadores varios hechos lamentables pero completamente ajenos a su responsabilidad: una denuncia por violación –después retirada-, un grave atropello, unos sueldos impagados por las respectivas federaciones… Afirmar que todo ha sido fantástico en estos Juegos demuestra una alarmante incapacidad para diferenciar el apoyo de la miopía, la mentalidad constructiva del peloteo ridículo. Sin embargo, jamás entenderé a esos presuntos compatriotas del norte que se han ensañado contra este gran proyecto colectivo de la Catalunya meridional, y aún menos a esos tarraconenses que parecían disfrutar con cada noticia negativa que empañaba nuestra imagen fuera de la ciudad. 


En cualquier caso, los Juegos ya son historia. Las anécdotas estrafalarias se las llevará el viento y nosotros habremos atesorado tres grandes activos: una gran experiencia para mejorar en próximas ocasiones, el ejemplo cívico de un voluntariado movilizado en favor de sus pueblos y ciudades, y unos equipamientos deportivos con los que ni siquiera habríamos soñado hace apenas una década. Objetivo conseguido.

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