El fin de la dispersión

Publicado en el Diari de Tarragona el 1 de julio de 2018


El nuevo gobierno socialista ha confirmado esta semana su intención de acabar progresivamente con la política penitenciaria excepcional que ideó otro ejecutivo del mismo partido hace casi tres décadas. Una vez disuelta la organización terrorista ETA, el objetivo de Pedro Sánchez es desmontar este controvertido modelo de forma paulatina, levantando el menor revuelo posible en un tema que puede herir sensibilidades. En una primera fase se procederá al acercamiento a cárceles vascas de los presos mayores de setenta años y aquellos que sufran graves enfermedades, sumando entre ambos grupos apenas una treintena de reclusos entre los aproximadamente trescientos terroristas que aún permanecen en prisión. Es de esperar que es el resto vaya siendo trasladado escalonadamente a centros cercanos a sus hogares, siguiendo los principios penitenciarios que marca nuestro ordenamiento jurídico. 

Efectivamente, la política de dispersión iniciada por Enrique Múgica en 1987 manifiesta serias discordancias con los criterios generales que alimentan el derecho español en esta materia. Recordemos el artículo 25.2 de la Constitución, donde se corona la reinserción social como uno de los objetivos fundamentales de la condena penal, y que se halla íntimamente vinculado a la posibilidad fáctica de mantener una comunicación real con el propio entorno. Así lo entiende la Ley Orgánica 1/1979 General Penitenciaria (LOGP), cuando señala en su artículo 51 que “los internos estarán autorizados a comunicarse periódicamente, de forma oral y escrita, en su propia lengua, con sus familiares, amigos y representantes”, un imperativo legal restringido de facto por las autoridades de la época cuando decidieron explícitamente repartir a los presos de ETA por cárceles del otro extremo peninsular, Ceuta, Melilla o Canarias. 

Se ha discutido mucho sobre la procedencia de eludir estas previsiones legales en aras de la optimización de la lucha antiterrorista. El argumento que se utilizó para justificar esta política de excepción fue la conveniencia de dispersar al colectivo de reos etarras (recordemos las continuas referencias a los “blandos” y los “duros”) para evitar la compactación de una de las piezas fundamentales de la organización armada. Sin embargo, si el objetivo que se esgrimía para inaplicar los principios de la normativa penitenciaria era reducir la capacidad de influencia de la dirección de la banda sobre sus encarcelados, parece evidente que esta justificación ha decaído en el momento en que la propia ETA ha sido disuelta definitivamente. Si desaparece que motivo que sustentaba la excepción, parece lógico volver al régimen general. 


Sin embargo, la derecha española no pierde oportunidad para demostrar la proverbial deslealtad con que suele afrontar determinadas cuestiones de Estado. Pensemos en la diferente forma de hacer oposición ante la crisis territorial catalana (los socialistas respaldaron al gobierno en otoño, mientras los populares agitan ahora el espantajo de la traición patriótica) o ante la gestión del fenómeno terrorista y sus secuelas (la izquierda apoyó a Aznar cuando acercó a un centenar largo de presos etarras a Euskadi durante las negociaciones de finales de los noventa, y ahora la decisión de que treinta enfermos y ancianos continúen cumpliendo sus merecidas condenas cerca de sus familias se ha convertido en una imperdonable afrenta a las víctimas). Aunque la antológica forma en que los actuales dirigentes del PP ejercen la rapiña electoral es inmemorial (recordemos la recogida de firmas para derogar artículos del nuevo Estatut catalán que ellos mismos habían aprobado en otras comunidades), lo cierto es que en ocasiones los populares son capaces de superarse a sí mismos. El sentido de Estado resulta en ocasiones electoralmente contraproducente, y parece que en Génova tienen demasiadas bocas que alimentar. 

En efecto, la sorpresiva defenestración de Mariano Rajoy ha provocado que los conservadores se hayan entregado de nuevo a un populismo infantiloide, con Rafael Hernando atacando entre espumarajos cualquier medida que Ciudadanos pueda utilizar para esquilmar aún más la menguante base sociológica popular. La demagogia y la incoherencia parecen ser estrategias mediáticamente rentables en la deprimente etapa política que nos está tocando vivir. Sin duda, es lógico que algunas víctimas del terrorismo rechacen cualquier mejora en las condiciones de reclusión de los etarras, una actitud que debe ser siempre respetada y comprendida, pero la función del sistema penitenciario no es satisfacer los deseos punitivos particulares sino hacer cumplir una normativa que debe aplicarse a todos por igual con un riguroso respeto a la ley: el acercamiento no es un privilegio sino la norma general. 


En cualquier caso, resulta asombrosa la facilidad con que el PP ha olvidado el mencionado traslado de ciento treinta y cinco presos etarras entre 1996 y 1998, en contra de la opinión de varias asociaciones de víctimas. Aquellos reos eran tan despreciables y nauseabundos como los que ahora se pretende acercar, y para colmo, entonces ETA mantenía engrasada su sanguinaria maquinaria del horror. La diferencia fundamental es que en aquella época los populares mandaban en España, y cuando uno se levanta cada mañana en la Moncloa es más consciente de la responsabilidad y la trascendencia que acarrea tomar las decisiones. En ese sentido, parece inevitable el cínico populismo de algunas formaciones menores que nunca han tocado poder y probablemente son conscientes de que nunca lo harán al máximo nivel institucional. Ahora bien, debería alarmarnos que un gran partido de gobierno sólo necesite unas pocas semanas en la oposición para convertirse en una amnésica turba de demagogos y oportunistas. Supongo que el ataque de nervios derivado de las turbulentas primarias populares tiene algo que ver con esta regresión a la adolescencia política. Esperemos que sea sólo un trastorno transitorio.

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