El espejo maltés

Publicado en el Diari de Tarragona el 29 de julio de 2018


Como es costumbre generalizada a estas alturas del año, esta semana he logrado escaparme unos días para desconectar temporalmente de las rutinas habituales. En esta ocasión me he acercado a las islas maltesas, un destino relativamente cercano que atesora infinidad de atractivos monumentales e históricos. Además, este pequeño país ofrece al visitante numerosas joyas paisajísticas: calas bañadas por aguas turquesas, sobrecogedores acantilados de roca, bellísimas cuevas navegables… A pesar de contar con este inmenso patrimonio natural, la mayor parte de su territorio ofrece actualmente un aspecto nítidamente urbano (este aislado archipiélago conforma la nación más densa de la UE, con una isla principal de apenas cuarenta kilómetros de longitud y medio millón de habitantes). 

Aunque no es extraño que un lugar de dimensiones tan modestas pase prácticamente desapercibido para gran parte de los europeos, se trata de una propuesta sumamente recomendable y variada para el viajero, y que en cierto modo guarda numerosos paralelismos con nuestro territorio: un emplazamiento privilegiado del litoral mediterráneo, que ha disfrutado de un protagonismo histórico muy destacado, plagado de pueblecitos pesqueros donde comer estupendamente, con un enorme legado monumental declarado Patrimonio Mundial de la Unesco, que ha dedicado una gran franja de su costa al turismo de sol y playa, etc. 

Las once islas maltesas de encuentran en pleno corazón del Mediterráneo, a menos de cien kilómetros de Italia y poco más de doscientos de las costas libia y tunecina. Precisamente por situarse en esta posición geoestratégica privilegiada, a lo largo de su historia ha vivido sucesivas dominaciones que han terminado definiendo su poliédrico carácter: sicanos, fenicios, griegos, cartagineses, romanos, bizantinos, vándalos, árabes, normandos, almogávares, franceses, británicos… Sin embargo, si queremos identificar el periódico que ha marcado de forma más indeleble su identidad, sin duda debemos referirnos a los tres siglos en que el archipiélago fue encomendado a los Caballeros Hospitalarios de San Juan, más conocidos como la Orden de Malta, que recibieron estas lejanas tierras de Carlos I de España tras ser expulsados de Rodas por Solimán el Magnífico. 


Fruto de su convulso pasado, este cálido paraje ha heredado un grandioso legado monumental, rico y diverso, que se halla disperso por todos los rincones de su territorio: templos megalíticos levantados hace seis milenios (los más antiguos del viejo continente), vestigios de la época romana (el nombre de Malta proviene de Melita, la denominación latina de su antigua capital), descomunales fortificaciones construidas por la Orden de San Juan (que sirvieron para derrotar a los turcos en 1565, marcando el inicio del declive marítimo otomano, confirmado en Lepanto seis años después), un notable y amplísimo muestrario de arquitectura religiosa (se dice que este diminuto país atesora 365 templos católicos, algunos tan sobrecogedores como la basílica de Mosta, que sostiene la cuarta mayor cúpula del mundo), etc. 

Como decía, es imposible que un tarraconense recorra Malta sin encontrar ciertos paralelismos entre ambos lugares, resultando inevitable plantearse determinadas comparaciones (frecuentemente odiosas). Efectivamente, es difícil traspasar las murallas de la hipnótica Mdina, una soberbia ciudad plagada de iglesias y palacios perfectamente conservados, sin pensar en el deplorable estado en que se encuentra gran parte de nuestra Part Alta. Es difícil visitar la exhaustiva restauración de la Sacra Infermeria de Valetta, un descomunal complejo sanitario erigido frente al mar en el siglo XVI, sin lamentar el estado ruinoso de nuestro preventorio de la Savinosa. Es difícil adentrarse en las veintitrés catacumbas de San Pablo, un extenso conjunto de enterramientos paleocristianos admirablemente museizado, sin lamentar el ninguneo institucional que padece nuestra necrópolis. Es difícil visitar el palacio del Inquisidor, un magnífico edificio de Vittoriosa que permanece abierto al público todos los días del año, sin recordar la errática política de visitas de las Casas Canals y Castellarnau. Es difícil observar el buen gusto con que se exhibe la modesta domus de Rabat, una villa del siglo I a. C. que conserva algunos bellos mosaicos, sin pensar en el armatoste metálico que la Generalitat ha erigido sobre nuestro teatro romano. Es difícil contemplar los impecables fuertes de San Ángel o San Telmo, levantados por los caballeros hospitalarios para defender el puerto de la capital maltesa, sin recordar el desolador abandono de nuestros fortines de la Reina y de Sant Jordi. Es difícil disfrutar del museo contiguo a la catedral de San Pablo, un suntuoso palacio barroco que alberga una recomendable sala con grabados de Durero, sin desesperarse ante la lenta agonía de Ca l’Ardiaca. 


Sin duda, parece lógico y justificado que los tarraconenses nos enorgullezcamos de nuestros tesoros monumentales y celebremos que nuestra capital haya sido designada Patrimonio de la Humanidad. Pero viajando por el mundo descubrimos que las cosas pueden hacerse de muchas maneras, y da la sensación de que nuestra ciudad tiene todavía mucho que aprender. No es cuestión de sumergirse en el derrotismo, ni de autoflagelarse por los evidentes errores que hemos cometido en la gestión del legado que nos bridaron las generaciones que nos precedieron. Se trata, más bien, de buscar ejemplos de éxito que nos sirvan como guía para compatibilizar una adecuada conservación y difusión de nuestro patrimonio monumental con el desarrollo urbano de una ciudad moderna y la optimización del sector turístico. Me temo que tenemos mucho trabajo por hacer.

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