Ocho apellidos africanos

Publicado en el Diari de Tarragona el 22 de julio de 2018


Fue el capitán de la selección francesa quien finalmente tuvo el honor de mostrar al cielo de Moscú el trofeo diseñado en 1970 por el escultor italiano Silvio Gazzaniga. Esos cinco kilos de oro y malaquita coronaron a los bleus como el mejor combinado nacional del planeta futbolístico en uno de los mundiales más imprevisibles que se recuerdan. Si bien es cierto que los galos exhibieron durante la final un juego mucho más gris y rácano que Croacia (qué grandes Modrić, Rakitić, Mandžukić…) hay que reconocer que nuestros vecinos del norte completaron un sólido y eficaz campeonato, dejando en la cuneta a escuadras temibles como Argentina, Uruguay o Bélgica. Efectivamente, no hubo falta sobre Griezmann y el penalti de Perisic fue muy riguroso, pero la selección dirigida por el vascofrancés Didier Deschamps fue la más resolutiva del mundial. 

El colegiado argentino pitó el final del partido y la euforia se desató entre los vencedores, que veinte años después bordaban una segunda estrella en sus camisetas, laureados bajo un tremendo chaparrón que descargó en la capital rusa. Jamás olvidaremos la imagen de los presidentes francés y croata, Emmanuel Macron y Kolinda Grabar-Kitarović, calados hasta los huesos mientras el todopoderoso Putin sonreía bajo el único paraguas previsto por la organización. Pueden llamarme anticuado, pero creo que el intrigante Vladimir perdió una oportunidad inmejorable para ceder su cobijo a los dignatarios extranjeros. Sin embargo, el exagente del KGB se limitó a mirar de reojo a sus empapados invitados, sin plantearse siquiera un gesto de hospitalidad que debería ser natural en una persona mínimamente empática, lo que invita a pensar que el despótico zarismo sólo sabe cambiar de nombre. 


En cualquier caso, uno de los debates que más se han prodigado en los medios durante los últimos días gira alrededor de las remotas raíces geográficas de la actual escuadra tricolor. En efecto, si repasamos el origen de los jugadores galos que saltaron al césped durante la final mundialista, llama la atención que ocho de ellos provenían del continente africano: Fekir, Kanté, Matuidi, Mbappé, N’Zonzi, Pogba, Tolisso y Umtiti. Nada menos que ocho jugadores de campo, insisto, y eso por no hablar del resto de la expedición (Mandanga, Rami, Mendy, Sidibé, Dembelé…). Sólo tres de los veintitrés futbolistas convocados por Deschamps eran hijos de padre y madre nacidos en Francia. 

Lo que más ha sorprendido a los analistas de todo el planeta es que esta circunstancia se produzca precisamente en uno de los países donde las candidaturas que alimentan el miedo y el rechazo a la inmigración han cosechado un mayor éxito en las urnas (recordemos que el Frente Nacional se convirtió en la fuerza más votada en las elecciones europeas de 2014, logrando más de un tercio de las papeletas en algunas zonas del país). Teniendo en cuenta que las competiciones internacionales suelen concitar el entusiasmo de los sectores más enardecidamente patrióticos de la sociedad, es más que probable que muchos de los franceses que animaban a su selección en las gradas del estadio Luzhniki fuesen votantes habituales de la familia Le Pen. La pregunta es inevitable: ¿cómo es posible que estos guardianes de la virginidad nacional, que consideran al extranjero una amenaza para la sagrada patria, experimenten paralelamente un incontenible clímax identitario viendo correr a un grupo de inmigrantes de primera o segunda generación? Esta realidad puede parecer incoherente en esos colectivos que no se limitan a reclamar una regulación sensata y viable del fenómeno migratorio, algo perfectamente razonable, sino que se adentran en la obsesiva ciénaga del desprecio y la repugnancia hacia el recién llegado. Sin embargo, es posible que esta aparente incongruencia sea sólo el fruto de un defectuoso análisis del inquietante mensaje latente en estos movimientos excluyentes.


En efecto, estamos habituados a simplificar este fenómeno, identificándolo con un supremacismo basado en dos conceptos fundamentales: la raza y la civilización. En el primer caso, el color de la piel es el factor que provoca un odio irracional hacia el inmigrante, normalmente de origen árabe, subsahariano o latinoamericano. En el segundo, un poco más elaborado, se rechaza al extranjero que procede de culturas o creencias muy alejadas de las nuestras, al considerar que carecemos de valores básicos comunes con los que edificar una sociedad cohesionada. No tengo la menor duda de que son muchos los occidentales que podrían ser encuadrados en alguna de estas categorías, pero al mismo tiempo apuesto a muchos votantes de esa ultraderecha tabernaria no les causaría el menor problema convertirse en suegros, cuñados o yernos de Michael Jordan, Mohammed Al Fayed o Carlos Slim.

En mi opinión, nos estamos acostumbrando a utilizar mecánicamente los términos racismo o xenofobia como simples expresiones manidas para definir unas actitudes que lógicamente nos preocupan, pensando que esos adjetivos son suficientemente ofensivos para evidenciar nuestra desaprobación. Sin embargo, es probable que con este lenguaje políticamente correcto estemos edulcorando una pulsión igualmente bochornosa pero diferente. Frente a lo que pudiera parecer, es perfectamente coherente que las turbas ultraderechistas entren en trance con los goles de Mbappé y celebren las visitas de los sátrapas saudíes, porque lo que verdaderamente les repugna de los inmigrantes no es que sean negros o musulmanes, sino que sean pobres. 

Efectivamente, es la simple aporafobia la que frecuentemente se esconde bajo el manto de esos movimientos que se expanden peligrosamente en presunta defensa del viejo continente. Y es ahí donde anida su verdadera incoherencia, pues nuestra civilización, de cimientos cristianos e ilustrados, se asienta en valores como la ayuda al desamparado, el respeto a todas las personas, y la dignidad radicalmente idéntica de cualquier ser humano. Quien crea que la mejor forma de defender el modelo occidental es violar estos principios, sin duda demuestra no haber entendido nada.

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