Orange is the new blue

Publicado en el Diari de Tarragona el 8 de abril de 2018


El partido de Albert Rivera está que se sale. Todos los estudios demoscópicos lo colocan ocupando la pole position en el Gran Premio de la Moncloa, a una distancia considerable de los dos grandes partidos que se han repartido el poder desde principios de los ochenta. La experiencia nos enseña que a Ciudadanos siempre se le han dado mejor las encuestas que las urnas, pero las ventajas que constatan los expertos son de tal envergadura que ya no cabe hablar de espejismos estadísticos. Si las elecciones generales se celebrasen en estos momentos, las posibilidades de que Rivera se convirtiera en el nuevo Presidente serían elevadísimas. 

La evolución de esta peculiar formación es realmente llamativa. Nació como un movimiento de ámbito autonómico, asumiendo un discurso reactivo contra un catalanismo con vocación monopolística. Sus ideólogos se autodefinían como progresistas, aunque el combustible que verdaderamente alimentaba aquel motor era el deseo de parar los pies al nacionalismo. Aquello empezaba a cuajar y el poder económico español, asustado ante el empuje de Pablo Iglesias, pensó que aquel chaval con cara de niño y voz aflautada podía ser su caballero blanco. El presidente del Banc Sabadell, Josep Oliu, levantó la liebre al proponer la creación de "una especie de Podemos de derechas". Puro gatopardismo: hay que cambiarlo todo para que todo siga como está. 

Con semejantes benefactores, el líder naranja apostó por el travestismo ideológico para dar el salto a la arena estatal. Primero engulló a UPyD (supongo que la enervante Rosa Díez debe de estar en alguna esquina lamentando haber rechazado a Rivera), después llegó la conversión paulina con la evolución instantánea desde la socialdemocracia al liberalismo (el triple salto con tirabuzón más desconcertante de nuestra historia política reciente), y finalmente puso rumbo de colisión contra el acorazado popular (Ciudadanos apenas denuncia ya el chiringuito institucional construido durante décadas por populares y socialistas, puesto que su objetivo ya no es destruirlo sino adueñarse de él). 


Desde hace unos años, el presunto afán reformista de la formación naranja ha sucumbido en favor de una simple y descarnada lucha por el poder: quítate tú que me pongo yo. La inmaculada cruzada contra las malas prácticas políticas que en su día abanderó la formación neoliberal (usando el prefijo “neo” en toda su extensión) se ha difuminado con el paso del tiempo. Se está cumpliendo el título de la conocida serie “Orange is the new black”, aunque en este caso el naranja ribereño no sustituye al negro sino al azul genovés. Puede que la forma en que se ha desarrollado el sainete universitario de la Presidenta madrileña nos sirva como paradigma de este fenómeno. 

Efectivamente, cuando estalló el escándalo por el dudoso máster de Cristina Cifuentes, los diputados de Ciudadanos fueron los más combativos a la hora de exigir el esclarecimiento de las circunstancias que han rodeado este caso de presunta corrupción en la Universidad Juan Carlos I. El asunto parecía ser sólo un culebrón periodístico pasajero, y Rivera lo aprovechó para desgastar a la Khaleesi castellana y reforzar así su inmemorial postureo contra la corrupción. Sin embargo, a medida que el revuelo iba creciendo en relevancia y gravedad, el partido naranja fue bajando el tono de sus críticas, pese a que los indicios de irregularidad se acumulaban día a día: la lideresa de la Comunidad de Madrid se matriculó tres meses después de cerrarse el plazo, nadie la vio jamás asistir a clase, no realizó ningún examen, nadie conservó su TFM en ningún tipo de soporte, el tribunal de evaluación jamás se reunió, el acta correspondiente fue falsificada, el propio rector exigió al director del máster que “reconstruyera” el documento, etc. A pesar de que el caso apestaba a kilómetros, la pasión ejemplarizante de Ciudadanos se fue moderado hasta tal punto que sus representantes acabaron solicitando la estéril medida que se plantea cuando no se quiere solucionar absolutamente nada: crear una comisión de investigación. El propio Rivera le ha lanzado un salvavidas a Cifuentes declarando que no se puede echar a una presidenta por unas investigaciones periodísticas. ¿Cuál es el motivo de esta repentina falta de rigorismo frente a la corrupción capitalina? 


La pregunta es completamente absurda. Presupone que Ciudadanos se mueve por causas en vez de por objetivos, una ingenuidad que nadie debería permitirse a estas alturas. Las herramientas que utiliza su dirección para tomar sus decisiones no son principios ideológicos e informes sobre necesidades colectivas, sino predicciones sobre efectos estratégicos y repercusiones demoscópicas de sus propios actos. Es un partido que avanza a golpe de encuesta, lo que explica cómo un movimiento pretendidamente innovador y reformista ha terminado cantando los grandes éxitos de Manolo Escobar. Y les funciona. Albert Rivera no se ha presentado ante la presidenta madrileña como el torero que va a acaba con su vida, sino como el picador que sólo desea desangrarla y debilitarla con cuidado de no matarla: cuando el escándalo parecía menor pinchó, pero cuando vio peligrar su vida retiró la puya. 

Los diputados de Ciudadanos en la Asamblea de Madrid están haciendo lo posible por enfrentarse en los próximos comicios autonómicos a una Cristina Cifuentes exhausta, desprestigiada y crepuscular. La quieren herida, no muerta, para lanzar una OPA hostil y definitiva sobre el amplio caladero electoral que ambas formaciones comparten. Volverán a acudir en su ayuda si la ven en peligro de sucumbir al escándalo, como ha sucedido esta semana, aunque puede que el creciente nivel de pestilencia impida rescates ulteriores. En el momento en que escribo estas líneas, la presidenta aguanta a duras penas en su trono acribillado por las termitas informativas. Ha comenzado la cuenta atrás para que Rajoy se refiera a ella como “esa señora de la que usted me habla”.

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