Camino a ninguna parte

Publicado en el Diari de Tarragona el 15 de abril de 2018

La forma en que vienen desarrollándose los últimos acontecimientos en Catalunya nos aboca a un escenario inquietante. Las estrategias adoptadas por quienes tienen capacidad para decidir nuestro destino comienzan a solidificar dos colectivos antagónicos e irreconciliables, que dividen el país en dos mitades prácticamente iguales, y que cimentan su posición en unas premisas argumentales que impiden comprender la mera existencia de la contraparte. Los constructores de puentes se están quedando solos, y a los catalanes que militan activamente en uno y otro bando sólo les cabe en la cabeza que alguien piense lo contrario si concurre malicia o ignorancia. Es decir, quien piensa diferente sólo puede ser perverso o medio tonto. 

Cada vez más gente tiene la percepción de que todo es evidente, un fenómeno asombroso y preocupante en sociedades complejas como la nuestra. Nadie duda de nada, y la inquina está llegando a tales niveles que comienza a tacharse al contrario por sus meros objetivos políticos, un factor inexistente hace unos pocos años. Efectivamente, las bases independentistas parecen escandalizarse de que el Estado defienda su marco jurídico con uñas y dientes (¿qué esperaban?) y cada vez más unionistas consideran intolerable la pretensión de reventar la integridad territorial del España (¿no habíamos quedado en que todo era defendible?). 

La creciente sensación de omnisciencia y el desprecio absoluto hacia el antagonista no son actitudes inocuas. La soberbia grupal de unos y otros, junto a la certeza de que fracasar en el choque puede ocasionar daños irreparables, nos han conducido inexorablemente a subir un peldaño en esta escalera delirante. Así, el carácter casi religioso del propio objetivo (la defensa de la sagrada nación –cada uno la suya- y el aplastamiento del hereje) justifica el recurso a procedimientos excepcionales, incluso aquellos que indignarían a quienes los aplican si los utilizara el adversario. Todo por la patria. Dicho de otro modo, el fin justifica los medios, una proposición letal en un estado de derecho. 


Por un lado, la cúpula procesista no ha dudado en saltarse todos los principios democráticos cuando ha visto peligrar su proyecto (recordemos las bochornosas sesiones parlamentarias de los pasados 6 y 7 de septiembre), está transformando la otrora admirada TV3 en un burdo y sectario aparato de propaganda progubernamental (de su línea editorial parece deducirse que la mitad constitucionalista de Catalunya se ha evaporado –aunque financie la cadena igual que la otra media-), no siente el menor escrúpulo al hablar en nombre de todo el país (aunque el bloque independentista jamás ha logrado la mayoría de votos en ninguna convocatoria electoral), y se ha convertido en una de las fábricas de fake news más eficientes de los últimos tiempos (por ejemplo, vendiendo como resolución de la ONU lo que ha sido una simple admisión a trámite). 

Paralelamente, la respuesta de los poderes del Estado ante la explosión secesionista tampoco ha sido precisamente ejemplar. El origen de esta penosa reacción hay que buscarlo en la inmemorial tendencia de Mariano Rajoy a dejar que los problemas se solucionen solos. Y si esto no sucede, como es el caso, se busca a alguien que cargue con la tarea (dudo que el pontevedrés corra el riesgo de padecer el síndrome de Burnout, también conocido como síndrome de agotamiento extremo). Como consecuencia de ello, la Moncloa ha renunciado a diseñar una respuesta política al problema que nos atenaza: no ha ofrecido un relato alternativo al discurso independentista, no ha tenido el menor interés por entender las causas del malestar ciudadano, no ha elaborado una estrategia realista para reconquistar voluntades, jamás ha tomado las riendas de la crisis territorial… Se ha limitado a descargar el asunto en la maquinaria judicial. 

La Fiscalía y los cuerpos de seguridad, ambos dependientes del Gobierno, han asumido el encargo con entusiasmo, entrando habitualmente en el asunto como un elefante en una cacharrería. Por ejemplo, ha sido la Fiscalía la que ha acusado a miembros de los CDR de perpetrar delitos de terrorismo (para indignación incluso de las propias víctimas del ETA, al entender lógicamente que no todos los disturbios punibles encajan en esta categoría) y ha sido la Policía Nacional la que ha atribuido a una joven tarraconense un delito de odio por colgar en su terraza la pancarta “police, go home” en plena resaca del 1-O (mientras Federico Jiménez Losantos, por cierto, sigue impune tras sus amenazadoras declaraciones contra la población alemana). Afortunadamente, la inmensa mayoría de los magistrados españoles son profesionales prudentes y sensatos que están minimizando los efectos de estos disparates, aunque siempre hay algún juez estrella que se empeña en ser más papista que el Papa, realizando algunas interpretaciones extensivas de los tipos penales en perjuicio del encausado que no deberían tener cabida en un sistema mínimamente garantista. 


Para nuestra desgracia, a medida que pasa el tiempo nos alejamos progresivamente de una solución razonable. Condenamos los fines (los del adversario) y justificamos la utilización de medios más que discutibles (los propios) cuando lo civilizado sería admitir la legitimidad de cualquier objetivo político (salvo los explícitamente delictivos) siendo escrupulosamente vigilantes sobre la legalidad y proporcionalidad de las medidas empleadas para alcanzarlo (comenzando ese examen de rigurosidad por nosotros mismos). Nada más lejos de la realidad. Hemos entrado de lleno en la fase del todo vale, sin que nadie parezca ser consciente de que pasarse de frenada da alas al contrario, en una interminable espiral de retroalimentación. Nos hemos vuelto todos locos. Y ya estamos llegando a las manos, como esta semana en un partido del Reus Deportiu. Ojalá alguien invente pronto un antídoto para este trastorno colectivo, o en su defecto, una cabina de hibernación para introducirnos en ella y no despertar hasta dentro de cincuenta años.

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