El currículum de Benjamin Button

Publicado en el Diari de Tarragona el 22 de abril de 2018

Como gato panza arriba. Da igual que todos los politólogos la den por muerta, o que sus propios compañeros de partido hayan comenzado a quemar las fotos que en su día se hicieron orgullosamente a su lado. Cristina Cifuentes sigue aferrándose al trono madrileño como un molusco a la roca, aunque probablemente se trata de un esfuerzo baldío. La presidenta no está quemada: está más que carbonizada. Este mismo martes escribió al rector de la Universidad Rey Juan Carlos para comunicarle que renunciaba a su máster (demostrando muy poca educación, por cierto, pues los regalos nunca se devuelven) pero su reacción ha sido lenta, soberbia, torpe y estéril. La lideresa castellana necesita urgentemente a su lado un Thomas Andrews para decirle que el hundimiento es sólo cuestión de tiempo, como hizo este ingeniero naval al capitán Edward Smith en la célebre escena de Titanic. Preparen los botes. O las trituradoras de papel.

De todas formas, a pesar de que el caso Cifuentes puede servir como paradigma de los bochornosos privilegios que ha disfrutado nuestra clase dirigente durante décadas, quedarnos en la anécdota demostraría cierta cortedad de miras. Efectivamente, rasgarse las vestiduras ante el “mastergate” sin profundizar en lo sucedido sería el objetivo soñado por más de una autoridad política y universitaria. Del mismo modo que resultaría simplista centrarse en un maltrato concreto sin atacar el fenómeno de la violencia doméstica, o ceñirse a la adjudicación dedocrática de un cargo público sin analizar el enchufismo como epidemia, carece de sentido limitar nuestra mirada escrutadora sobre Cristina Cifuentes sin abrir el objetivo al contexto que lo ha permitido. No nos equivoquemos: lo verdaderamente relevante no es qué grado de desfachatez alcanza la presidenta madrileña, sino cómo es posible que ocurra lo que presuntamente ha sucedido.


Hay quien sostiene que nuestros gobernantes han gozado durante años de barra libre en determinadas universidades, de modo que eran ellos mismos los que acudían a las autoridades académicas de su cuerda, como quien baja al bar a pedirse una ronda de postgrados bien cargados. Puede que me equivoque, pero tiendo a sospechar que el proceso era a la inversa. Me temo que eran las propias universidades las que ofrecían a los políticos sus servicios con final feliz. Y si el diputado de turno objetaba su dificultad para adaptarse al ritmo lectivo, se le permitía cursar el programa en “condiciones flexibles”, como suele decir Pablo Casado: sin asistir a clases, sin realizar exámenes, sin defender trabajos, etc.

Este modelo permitía obtener títulos oficiales sin haber acreditado absolutamente nada. Porque, si un alumno no asiste jamás a clase, ni hace exámenes, ni defiende nada ante un tribunal, ¿cómo es posible verificar la autoría original de los trabajos que presenta? En definitiva, este sistema institucionalizaba la titulación universitaria bajo el único requisito de la capacidad económica: una cantidad para abonar la matrícula y probablemente otra para pagar al verdadero redactor de los trabajos.

Al igual que sucede en las novelas de misterio, nos falta concretar el móvil de todos los sospechosos. Dudo que el importe de la matrícula fuera motivo suficiente para que las facultades organizasen semejantes chanchullos. Más bien, supongo que nos encontramos ante una aplicación práctica de aquella canción de un viejo anuncio de la ONCE: “yo te doy cremita, tú me das cremita”. Efectivamente, estos tejemanejes creaban unas pestilentes dinámicas win-win de fácil lectura: por un lado la universidad tenía mimadas a las autoridades y mejoraba su marca con exalumnos de renombre, y por otro el político engordaba su currículum sin abrir un libro. Todos ganaban.


Sin embargo, el descubrimiento de estos cambalaches ha causado ya unos daños que costará reparar. En primer lugar, la propia Universidad Rey Juan Carlos ha sufrido un tremendo varapalo en su prestigio, tras constatarse unas prácticas ciertamente bochornosas e incomprensibles (la “reconstrucción” del acta pasará a los anales de la picaresca más zarrapastrosa). Sus alumnos llevan semanas viendo a todo un país pitorreándose de los títulos expedidos por su alma mater, un agravio moral que incluso podría tener consecuencias en su trayectoria profesional.

En segundo término, la universidad en general (y la pública en particular) ha perdido esa inmaculada aura que reforzaba socialmente su aptitud para acreditar el conocimiento individual. Esa “auctoritas” está hoy en la UCI, con el consiguiente perjuicio para quienes ostentamos títulos universitarios. Por poner un ejemplo, si se me permite aportar una experiencia personal, cursé mi primer máster nada más licenciarme en Derecho, con la obligación de asistir presencialmente a más de novecientas horas lectivas, aprobar numerosos exámenes, superar unas prácticas, encerrarme durante cuatro meses para elaborar un buen TFM, y defenderlo ante un tribunal. ¿Alguien cree de veras que la percepción externa ante este título es la misma que hace un mes?

Por último, nuestra clase política ha vuelto a demostrar su nivel. Durante los últimos tiempos, de forma prácticamente transversal, el currículum de muchas señorías ha menguado progresiva y sustancialmente, evidenciando una progresión académica completamente antinatural. Esta evolución recuerda al protagonista de una inolvidable película de David Fincher, Benjamin Button, que nació mayor y fue empequeñeciendo con el paso de los años. Sirva como ejemplo la biografía del secretario de Estado de la Seguridad Social, Tomás Burgos. Su ficha del Congreso recogía inicialmente lo siguiente: “Soltero. Medicina y Cirugía. Universidad de Valladolid. Diplomado en Dirección de Instituciones Sanitarias por el IESE, Instituto de Empresa y Esade. Máster ejecutivo en Gestión Sanitaria. Universidad Antonio de Nebrija”. Sin embargo, donde antes se mostraba este portentoso expediente, un día apareció de pronto un lacónico “Soltero”. No me creo ni eso.

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