Una vieja deuda con Tarraco

Publicado en el Diari de Tarragona el 8 de noviembre de 2015


Han sido innumerables los artículos de opinión y las cartas al director que se han publicado en estas páginas lamentando con cierto fatalismo la descorazonadora imagen de abandono que ofrecen algunas edificaciones emblemáticas de nuestra capital: palacios medievales de la Part Alta que se derrumban por un pésimo mantenimiento, fortificaciones en el entorno del Miracle que ven pasar los días de forma estéril, antiguas murallas deficientemente conservadas que terminan sufriendo graves desperfectos, un Banco de España convertido en el palomar más señorial de la costa mediterránea, una necrópolis injustificablemente descuidada e infravalorada… La construcción que probablemente sale peor parada en este listado es el antiguo teatro romano de Tarraco, cuya historia reciente constituye el mayor cúmulo de despropósitos que uno pueda imaginar. Hagamos un poco de memoria.

Las ruinas que hoy pueden observarse desde el Carrer de Sant Magí corresponden al teatro construido junto al foro de la colonia a finales del siglo I, en tiempos del emperador Augusto. El edificio fue utilizado durante más de cien años con el esplendor que correspondía a uno de los monumentos más significativos de la capital de la Hispania Citerior. Sin embargo, tras su jubilación, la imponente obra sufrió un gran incendio que dejó su estructura muy debilitada, y aquel deslumbrante escenario pasó a convertirse en una cantera improvisada y asequible para los constructores desde el siglo III (un destino fatal que compartió con otros muchos monumentos de Tarraco, y del que ni siquiera se libró el mismísimo Anfiteatro Flavio romano).

El manto del olvido cubrió el edificio hasta finales del siglo XIX, cuando los restos del teatro fueron redescubiertos. Sin embargo, la zona fue ocupada en el siglo XX por una empresa aceitera que destrozó alevosamente unas ruinas que habían llegado hasta nuestros días relativamente bien conservadas, un episodio bochornoso de cortedad de miras con el que esta ciudad deberá convivir para siempre. Para colmo, en los años setenta el solar cayó en manos de unas constructoras que aprovecharon su edificabilidad para levantar unos bloques de viviendas sobre el propio monumento, una aberración histórica y cultural que afortunadamente pudo frenarse gracias al clamor popular. Todavía hoy pueden contemplarse los pilares de cemento que se levantaron justo antes de paralizar aquellas delirantes obras. Es de justicia, por tanto, reconocer que hoy conservamos el teatro romano gracias a una ciudadanía que se movilizó en defensa de su patrimonio colectivo, un ejercicio que quizás deberíamos practicar con más frecuencia. Lamentablemente, para entonces los vestigios del monumento estaban ya muy deteriorados tras un siglo de economicismo salvaje. El lugar pasó a manos de la Generalitat y desde entonces el yacimiento ha dormido el sueño de los justos. Como si no existiera.

Es difícil imaginar una crónica más lacerante para este monumento icónico de nuestra ciudad: desastres accidentales, olvido inmemorial, destrucción deliberada, indiferencia institucional… Hoy apenas se conservan las cinco primeras filas del graderío, dos pequeños tramos de las escaleras que daban acceso al mismo, la orchestra y algunos restos del proscaenium (escenario) y de los cimientos del frons scaenae. Los escasos elementos arquitectónicos y estatuas decorativas que han logrado sobrevivir al paso de los siglos se exponen en el Museu Nacional Arqueològic. En definitiva, una historia de desidia y palurdismo que ha diezmado el único teatro romano que existe en toda Catalunya, un despropósito que debería hacernos reflexionar colectivamente sobre nuestra escala de valores como ciudad, y sobre nuestra inconsciencia a la hora de distinguir lo prescindible y efímero frente a lo singular e intemporal.

Ante semejantes precedentes, es lógico que celebremos por todo lo alto la llegada de buenas noticias. Esta semana hemos conocido que la Direcció General de Patrimoni ha presentado un proyecto de excavación y restauración del teatro de Tarraco, que será financiado por la Generalitat y el Estado. Ya era hora… Hay que reconocer que no va a ser una inversión deslumbrante (apenas alcanza el millón de euros), tampoco será una actuación global (no se excavará el ninfeo ni las termas de la calle Sant Miquel) y el proyecto ni siquiera se ajustará a las preferencias del Ajuntament (el consistorio se decantaba por priorizar lo arqueológico sobre lo museístico). Aun así, todo apunta a que la Plaça de la Font dará su respaldo a la propuesta con el objetivo de resucitar de una vez por todas un yacimiento desamparado desde hace tres décadas. Quizás peque de optimista, pero puede que en un par de años caminemos por el Carrer dels Caputxins y podamos mirar hacia abajo sin echarnos a llorar.

Supongo que no fui el único que sintió cierta melancolía al contemplar el magnífico documental que TVE2 emitió hace un par de sábados. El programa nos permitió disfrutar del esplendor de Tarraco gracias a la superposición infográfica de aquella espectacular urbe sobre imágenes actuales (un ejercicio que, por cierto, resultaba bastante deprimente). Sin embargo, aquellas representaciones nos llenaron también de un lógico orgullo, y deberían inyectarnos además una buena dosis de responsabilidad histórica ante las joyas monumentales que tenemos la fortuna de disfrutar. Si queremos entregar a nuestros hijos una ciudad mejor que la que hemos heredado será necesario abandonar nuestra mentalidad pasiva y derrotista, pues sólo así podremos estar a la altura del inmenso legado que hemos recibido, tomando el relevo de aquellos tarraconenses que salvaron hace unos años el teatro de la destrucción. Puede que el plan para recuperar este monumento sea sólo un pequeño paso, pero está en nuestras manos exigir que sea seguido por otros muchos para convertir nuestra capital en la digna heredera de la gran metrópoli que un día fue.

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