Black friday

Publicado en el Diari de Tarragona el 22 de noviembre de 2015


La pasada semana millones de europeos contuvieron la respiración mientras contemplaban en directo la mayor matanza terrorista en el viejo continente desde el fatídico 11 de marzo de 2004. Algunos expertos en yihadismo alertaban desde el verano sobre la posibilidad de un gran atentado inminente en el corazón de Europa. Los pronósticos se cumplieron en las calles de París y el nuevo hachazo islamista segó la vida de ciento veintinueve seres humanos, la mayoría de ellos jóvenes. El pasado viernes 13 pasará a la historia como una nueva página en ese libro de sadismo y barbarie que los fanáticos están escribiendo con sangre inocente.

La respuesta de las autoridades galas fue fulminante. En oriente medio la aviación francesa golpeó con fuerza el bastión sirio de Raqqa, mientas a nivel interno la policía desarrollaba decenas de operaciones simultáneas con una precisión y eficacia quirúrgicas. La más relevante se llevó a cabo en Saint-Denis, un municipio con un alto porcentaje de población inmigrante situado al norte de París. Allí fue abatido Abdelhamid Abaaoud, presunto responsable intelectual de la carnicería de Bataclan.

A diferencia de sus compañeros de matanza, el organizador de los atentados del viernes negro era de origen belga. Se crió en el seno de una familia de clase media de Bruselas, donde sus padres regentaban un próspero comercio de ropa. A comienzos de año, conocidas ya sus vinculaciones yihadistas, su progenitor no dudo en declarar ante un medio de comunicación local: “Siento vergüenza por mi hijo. ¿Por qué quiere matar a belgas inocentes en nombre de Dios? Nuestra familia le debe todo a este país”. La conexión bruselense con la masacre parisina hizo que todas las miradas se dirigieran a Molenbeek, un suburbio de la capital europea con un elevadísimo porcentaje de población musulmana.

Hace un par de meses pasé unos días en esta ciudad y casualmente me alojé en un hotel situado frente al canal que separa la zona antigua de Bruselas y Molenbeek-Saint-Jean. Este barrio ofrecía un aspecto muy diferente al que uno imagina cuando viaja a la urbe que acoge la sede de la Comisión Europea: la mayoría de los negocios estaban rotulados con alfabeto árabe, casi todos los viandantes vestían atuendos foráneos, apenas existían ese tipo de negocios que la globalización ha generalizado en las calles occidentales… Aún tengo grabada la imagen de la puerta de la biblioteca pública, custodiada por dos policías con chalecos antibalas y grandes ametralladoras. Para quitar hierro a la escena, recuerdo que les comenté a mis hijas: “a ver quién es el guapo que no devuelve un libro...”. Intenté hacer la broma con la mayor naturalidad posible, pero la procesión iba por dentro. Era un lugar inquietante. Como se pueden imaginar, el pasado fin de semana no me asombré lo más mínimo cuando el nombre de Molenbeek comenzó a multiplicarse en todos los periódicos.

Junto a la crónica de lo sucedido, la prensa española también ha sido testigo de una marea de artículos y declaraciones donde se ha manifestado una sana envidia ante la reacción unitaria y patriótica del pueblo francés frente al envite terrorista. Llevamos una semana escuchando la Marsellesa a todas horas, la república ha desplegado toda su “grandeur” tras el atentado, y las banderas tricolores han inundado las pantallas de televisión de medio planeta. Teniendo en cuenta la tendencia francesa a la exaltación nacional, entraba dentro de lo previsible que una tragedia de estas características desatara el fervor patriótico. Sin embargo, y aunque pise terreno políticamente incorrecto, considero que entender el 13N como un ataque a Francia constituye un nocivo reduccionismo.

Por citar sólo los ejemplos más significativos de los últimos años, pensemos que el fundamentalismo islamista asesinó a 224 personas en las embajadas norteamericanas de Kenia y Tanzania (1998), a 3.000 más en la masacre del 11S en Estados Unidos (2001), a 202 turistas en una discoteca de Bali (2002), a 47 residentes de una urbanización occidental en Riad (2003), a 191 trabajadores que viajaban en los trenes de Atocha (2004), a 105 kurdos en un doble atentado suicida (2004), a 56 usuarios del transporte público londinenses (2005), a 118 reclutas iraquíes en una comisaría de Hilla (2005), a 8 visitantes israelíes en Bulgaria (2012), a 60 niños cristianos quemados vivos en Nigeria (2014), a 17 viñetistas y viandantes en el área de París (enero de 2015)… Y eso por no hablar de las atrocidades que ISIS perpetra sistemáticamente en su área de influencia, o las decenas de víctimas del asalto que acaba de producirse en Malí. Choca contra toda lógica analizar estas matanzas de forma compartimentada, pues resulta evidente que todas ellas forman parte de un mismo fenómeno. El yihadismo no ataca a Francia, a Tanzania o a Indonesia. Arremete contra todo aquel que no se somete a sus bárbaras directrices, es decir, nos ataca a todos los que no somos ellos.

La patrimonialización patriótica de este tipo de tragedias suele ser inevitable, pero no se trata de una tendencia inocua. Las amenazas globales deben afrontarse con respuestas globales, y la insistencia en considerar cada atentado un ataque “personal” no favorece esta perspectiva. Esta misma semana hemos visto cómo Francia ha reaccionado a la matanza de París multiplicando sus bombardeos en Siria, una acción que quizás fuera conveniente pero que no debería ser fruto de una pulsión unilateral. Si cada uno hace la guerra por su cuenta -nunca mejor dicho- probablemente se pierda eficacia e incluso legitimidad, por lo que se impone la implementación urgente de mecanismos comunes de defensa y ataque ágiles y coordinados. Es un problema de todos y sólo entre todos lo erradicaremos.

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