Un avestruz en la Moncloa

Publicado en el Diari de Tarragona el 29 de noviembre de 2015


No ha sido necesario el inicio oficial de la campaña electoral para descubrir la estrategia que el actual presidente del gobierno piensa asumir a nivel particular: esconderse. Sus recientes decisiones lo confirman: su respuesta ante la gravísima emergencia terrorista de los últimos días se ha reducido a ponerse de perfil, mandando a su ministro del interior Jorge Fernández Díaz a la reunión extraordinaria del pacto antiyihadista; su réplica ante la mayor crisis territorial de nuestra historia reciente se ha limitado a endosar el peso del choque institucional a su ministro de economía Cristóbal Montoro y al Tribunal Constitucional; su reacción ante el primer debate relevante con las fuerzas emergentes ha consistido en esquivar la confrontación de ideas, enviando a la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría para evitar otro desastre como el de Alsina. Un auténtico estadista, sí señor. Puede que Rajoy esté intentando apropiarse del estrafalario consejo que un paisano suyo daba a sus invitados en el palacio de El Pardo: “haga usted como yo y no se meta en política”. En cualquier caso, la negativa del Presidente a enfrentarse a Albert Rivera y Pablo Iglesias merece tres pequeños comentarios.

En primer lugar, resulta tremendamente ridículo que Pablo Casado declare ante los medios que Mariano Rajoy no asistirá al debate por falta de tiempo, cuando el propio líder popular se dedica estos días a retransmitir partidos de fútbol del Real Madrid en la Cope, a visitar el programa de entrevistas ligeras de Bertín Osborne, o a participar en el magazine kitsch que María Teresa Campos dedica a personalidades cuyo momento de gloria ya pasó (probablemente sea ésta la intervención televisiva más procedente de las tres). El portavoz popular debe de tomarnos a todos por tontos si cree que los ciudadanos no sabemos distinguir la carencia de tiempo y la carencia de agallas (por no aportar otra metáfora anatómica más contundente).

Por otro lado, constituye una falta de respeto para los ciudadanos y una indignidad para el propio cargo que ostenta Rajoy enterrar la cabeza debajo de la tierra cuando se le invita a un intercambio de argumentos abierto y directo con otros candidatos a la presidencia del país, uno de los elementos esenciales de los procesos electorales en las democracias avanzadas. El veto popular al debate con Rivera e Iglesias sería implanteable en cualquier régimen de nuestro entorno, pero lamentablemente vivimos en un país empeñado en confirmar que África comienza en los Pirineos.

Sin embargo, en mi opinión, la consecuencia más significativa de la estrategia popular en material de debates consiste en haber dejado meridianamente claro quién es su verdadero contrincante electoral, ese rostro que provoca crecientes pesadillas nocturnas a Mariano Rajoy a medida que se acerca el 20D. ¿Cuál es el verdadero motivo por el que el equipo de campaña del PP ha aceptado un enfrentamiento televisado con Pedro Sánchez, mientras se escabulle descaradamente del choque con Rivera e Iglesias? Sospecho que la respuesta a este interrogante hay que buscarla en los estudios demoscópicos de los estrategas de Génova sobre los posibles trasvases de votos dependiendo del resultado del debate, y que les ha llevado a la conclusión de que el PSOE no es hoy un riesgo relevante para el PP. El hasta ahora impensable cambio de diana tiene su origen en la irrupción de una nueva figura política, interpuesta ideológicamente entre las dos grandes formaciones tradicionales, que será quien robe o pierda votos por uno u otro flanco: Albert Rivera.

Efectivamente, el impacto electoral del debate entre populares y socialistas será muy leve, puesto que en el actual contexto político la proporción de electores que no tienen claro si votar al PP o al PSOE es insignificante. Esto se debe a que la mayor parte de los indecisos suelen dudar entre partidos consecutivos en el arco ideológico, una lista que a nivel estatal podría seguir el siguiente orden: IU, Podemos, PSOE, Cs, PP y Vox. En el fondo, Rajoy se ha borrado del gran debate porque la duda electoral suele establecerse entre partidos adyacentes, un principio que aplicado a nuestro caso plantea la posibilidad real de un cataclismo en el PP si Rivera venciese dialécticamente a Rajoy ante las cámaras (una hipótesis perfectamente razonable). Son muchos los simpatizantes populares que estarían dispuestos a cambiar su voto por el del partido naranja si tras el debate llegasen a la conclusión de que el futuro líder del centro derecha no debería ser el torpe, incumplidor y triste Rajoy sino el joven, decidido y brillante Rivera.

Lamentablemente, la manifiesta pusilanimidad del Presidente y su equipo nos privará a los ciudadanos de un debate plural que habría reflejado con mayor fidelidad la realidad política actual, acercando la calidad de nuestra democracia a los estándares de nuestros vecinos occidentales. En realidad la culpa es nuestra, desde el mismo momento en que el cuerpo electoral español se ha mostrado reiteradamente incapaz de penalizar con la suficiente contundencia las restricciones a la participación, la opacidad institucional, el nepotismo desvergonzado, la negación de la realidad, los incumplimientos electorales, la corrupción sistémica, y la inexistencia de políticas de estado. Todas las encuestas auguran que el partido de la gaviota (en esta ocasión transformada en avestruz) volverá a ganar en diciembre. Siempre nos quedará el consuelo de contemplar el fin de las mayorías absolutas, un fenómeno que ha resultado letal para una democracia de baja intensidad como la nuestra. Al menos podemos conservar la esperanza de que esta nueva etapa de entendimientos forzosos permita crear un clima propicio para repensar un sistema que ya no satisface a casi nadie.

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