Hasta las aventuras tienen un límite

Publicado en el Diari de Tarragona el 1 de noviembre de 2015


Junts pel Sí y la CUP presentaron el pasado martes en el Parlament una propuesta de resolución para iniciar un proceso de ruptura con España que desemboque en la creación de una república catalana. Es un documento previsible y fundamentalmente destinado al consumo propio del conglomerado secesionista, aunque el tono y el alcance de algunas de sus afirmaciones han causado un gran revuelo político y mediático. Efectivamente, el texto parece redactado de puño y letra por la CUP, y contiene algunas perlas jurídicas como la defensa de la insumisión frente a la legalidad vigente amparándose en el desprestigio del actual Tribunal Constitucional.

Creo que somos muchos los que compartimos esa penosa valoración del TC, pero al razonamiento propuesto por JxS y la CUP le falta explicitar una pata argumental, que consistiría en partir de que las instituciones sólo se respetan cuando actúan conforme al propio criterio. Sólo así el silogismo tiene sentido. El problema es que esta primera premisa del razonamiento es un auténtico disparate, pues justificaría por ejemplo que los catalanes que consideramos que el Parlament está perdiendo el norte desobedeciéramos a partir de ahora todas las disposiciones emanadas de él. ¿Es eso lo que están proponiendo? Todos tenemos el deber de luchar para que nuestras instituciones funcionen correctamente, pero la insumisión abierta sólo tiene cabida en un proyecto revolucionario, una piscina en la que la CUP e incluso ERC chapotean a sus anchas, pero en la que muchos miembros de Convergencia se encuentran tremendamente incómodos (aunque pocos se atrevan a decirlo en público).

Los últimos acontecimientos sólo se entienden partiendo de que CDC es un partido que se desmorona, asediado por cuatro jinetes que auguran su particular apocalipsis: la dilución ideológica (la efímera fusión con ERC ha desdibujado su modelo político), la crisis fundacional (crece la sensación de que Jordi Pujol concibió el partido como mecanismo lucrativo), su desplome electoral (puede rozar el ridículo presentándose en solitario el 20D) y la amenaza judicial (las informaciones sobre su presunta financiación irregular apestan). La situación es crítica y la agonía suele provocar cierta desorientación. Aun así, ¿qué pinta CDC apadrinando un documento como el del pasado martes, que se le caería de las manos a cualquier dirigente europeo medianamente sensato?

Quizás alguno sospeche que Jordi Turull estampó su firma sobre semejante despropósito porque antes había fumado algo que le había ofrecido un diputado de la CUP. No creo que sea el caso. Más bien estoy convencido de que la cúpula convergente sabe perfectamente que está caminando sobre un lago helado, pero no le queda otra. A la fuerza ahorcan. Todos los buenos deseos independentistas de iniciar un proceso procedimentalmente inmaculado e internacionalmente homologable se han ido por el retrete en el mismo momento en que el President ha visto su futuro político pendiendo de un hilo asambleario y anticapitalista. A pesar de sus contrastadas habilidades para salir airoso de situaciones inverosímiles, la jubilación forzosa del President parece estar cada vez más cerca, y lógicamente prefiere tirar adelante y ser fulminado por la realidad antes que echarse atrás y ser devorado por algunos de sus propios correligionarios. Es más digno morir martirizado que tachado de cobarde.

En cualquier caso, el hecho de que Junts pel Sí y la CUP hayan decidido poner el Parlament al servicio de una estrategia maximalista y revolucionaria (pese a no contar con el voto de la mayoría de los catalanes) no va a ser electoralmente irrelevante más allá del Ebro. La propuesta de este martes va a movilizar el voto centralista, del mismo modo que las bravuconadas de la derecha española han disparado históricamente el voto independentista. Tal para cual. De todos modos, estos favores mutuos son tan torpes y frecuentes que uno comienza a sospechar que no nos encontramos ante un fenómeno que se explique por la simple estupidez, sino que somos víctimas de una auténtica estrategia electoral de reanimación mutua.

Por mucho que lo nieguen, a los secesionistas les interesa que Mariano Rajoy permanezca en la Moncloa, y al PP le conviene que en Catalunya gobierne el independentismo. Por un lado, no habría peor noticia para el Govern que una victoria socialista en diciembre, pues el PSOE podría iniciar una reforma constitucional de corte federal que hiciese descabalgar a gran parte de los nuevos independentistas en el eventual referéndum que teóricamente se convocaría al final del proceso. Paralelamente, me habría gustado ver los saltos de alegría del jefe de campaña del PP, un partido que afrontaba el 20D políticamente desprestigiado y judicialmente acorralado, tras leer el documento que se presentó el martes en el Parlament, pues esta boutade innecesariamente provocadora ofrecerá la Moncloa en bandeja a un Rajoy que ya se ha envuelto en la rojigualda como garante de la unidad nacional.

Jamás hemos asistido a semejante bipolarización retroalimentada, un escenario que suele apretar las filas en cada bando. Pero esta espiral de radicalización tiene un límite, y destacados dirigentes convergentes están comenzando a plantarse por primera vez ante la estrategia de Artur Mas, alarmados ante los inquietantes pasos que está dando últimamente. Esta creciente oposición ha llegado al seno del propio Govern, por boca de relevantes miembros como Andreu Mas-Colell, Jordi Jané y Santi Vila (el conseller de economía tachó el documento pactado con la CUP de “barbaridad”). No ha sido ésta una buena semana para esa ley no escrita que convierte en traidor a todo aquel que cuestione el proceso de independencia.

Durante los últimos años nos hemos acostumbrado a escuchar que en la política catalana había demasiado ruido, aunque yo sobre todo he percibido silencios, demasiados silencios. Puede que las cosas estén cambiando.

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