Por allí resopla

Publicado en el Diari de Tarragona el 3 de mayo de 2015


El islandés Jónas Gudmundsson, presidente del distrito de los West Fjords, anunció la semana pasada la derogación de la ley que permitía a los isleños matar impunemente a cualquier vasco que se les pusiera por delante. Sí, han leído bien. Para comprender semejante declaración tendremos que desempolvar algunas crónicas locales y remontarnos al año 1615.

En aquella época los balleneros guipuzcoanos y vizcaínos surcaban los mares que se extendían desde las islas Svalbard hasta Terranova, haciendo de su arriesgada labor un negocio tan sacrificado como lucrativo. Pensemos que el precio que se pagaba en Europa por cada tonel de grasa de ballena equivalía a cinco mil euros actuales, y cada navío podía lograr en una campaña cerca de dos mil barriles. Uno de los lugares frecuentados por estos aguerridos marinos eran precisamente los fiordos occidentales islandeses, cuya población local no cazaba ballenas aunque aprovechaba sus restos cuando los cetáceos quedaban varados en la costa.

La convivencia entre islandeses y vascos fue tradicionalmente amistosa y fecunda: los jefes locales cobraban un tributo a los pescadores venidos del sur, y éstos explotaban convenientemente aquel generoso caladero. Una prueba de esta estrecha relación la encontramos en los diccionarios más antiguos hallados en la isla. El primero fue redactado en latín, mientras el segundo (que aún se conserva en Reikiavik) fue escrito vasco-islandés, una lengua “pidgin” que ambas comunidades utilizaban para entenderse. Pese a todo, aquella fructífera colaboración comenzó a resentirse a principios del siglo XVII.

La costa islandesa, un territorio paupérrimo en aquellos tiempos, sufría una devastadora hambruna tras cuatro inviernos especialmente inclementes. Y como todos sabemos, no hay nada más inflamable que la convivencia entre quienes no tienen nada y quienes parecen tenerlo todo. La chispa, como casi siempre, fue insignificante. Un cronista de la época, Jón Gudmunsson, cuenta que todo se inició cuando un granjero local decidió robar grasa de ballena a los pescadores foráneos para rellenar sus lámparas de aceite. Los marineros se tomaron la revancha hurtando varias ovejas en el pueblo, y los incidentes comenzaron a retroalimentarse. La fraternal relación forjada durante décadas dejó paso a una desconfianza mutua que no auguraba nada bueno. Este recelo era compartido por el propio rey de Dinamarca, Cristian IV, quien acababa de rubricar una ley que autorizaba expresamente a sus súbditos islandeses a atacar, saquear y dar muerte a los vascos. Como lo oyen. Con un par.

El 19 de septiembre de 1615, una vez concluida la campaña de pesca, tres naves balleneras abandonaron los fiordos para regresar con sus capturas al puerto donostiarra. Una feroz tormenta surgió de improviso y naufragaron nada más hacerse a la mar. Las tripulaciones comandadas por los capitanes Aguirre y Tellería decidieron rodear el litoral islandés con varios botes en busca de mejor fortuna, y poco más se supo de ellos. Por contra, el capitán Martín de Villafranca volvió a Árnes con la intención de cobrar en especie varias deudas que sus habitantes mantenían con la tripulación. Visitaron al pastor luterano del lugar, Jón Grímsson, al que amenazaron de muerte si no se les pagaba con víveres para poder sobrevivir al invierno. La verdad es que el joven Martín, de apenas veintisiete años, tuvo mejores ideas a lo largo de su corta existencia. Fue entonces cuando el magistrado del condado, Ari Magnússon, organizó un pequeño destacamento para aplicar a sangre y fuego el reciente edicto de Cristian IV.

Los actuales cronistas islandeses consideran este episodio la mayor matanza de toda su historia, un suceso especialmente ignominioso por el sadismo demostrado por sus antepasados: torturaron a los marineros, les cortaron las orejas, les sacaron los ojos, los castraron, los amordazaron, los pasearon por los pueblos, y finalmente los ahogaron. Hospitalidad isleña. No sobrevivió ni uno. El propio Jón Gudmunsson dejó escrito con cierta vergüenza que aquellos desgraciados fueron “mutilados, deshonrados y hundidos en el mar, como si fueran paganos de la peor especie y no pobres e inocentes cristianos”. Pero la ley permaneció vigente.

El pasado 22 de abril, cuatrocientos años después, un nutrido grupo de vascos e islandeses se congregó en aquella fatídica costa para conmemorar los hechos. Un descendiente de los atacantes, Magnús Rafnsson, y otro de los balleneros, Xabier Irujo, se fundieron en un sentido abrazo. Y después, supongo, se fueron todos a tomar unas cervezas, que en definitiva es para lo que sirven estas cosas. ¡Ah! Y el presidente Jónas Gudmundsson declaró abolida la ley que permitía cazarnos a los vascos como a conejos. Es bueno saberlo, por si algún día se me ocurre dejarme caer por allí.

Puede que esta increíble historia nos parezca propia de un mundo que ya no existe, y en cierto modo es así. Es fácil imaginar al arponero Queequeg narrando la terrible carnicería al joven e impresionable Ishmael, a la luz de una vela temblorosa, bajo la húmeda cubierta del Pequod. Sin embargo, siempre es posible extraer alguna moraleja de nuestro pasado cuando alberga destellos de esa naturaleza humana que, antes o después, termina saliendo a flote. Se me ocurren tres reflexiones que guardan cierta vinculación con los momentos que vivimos: en primer lugar, resulta ingenuo esperar de los ciudadanos un comportamiento contenido cuando su estado de necesidad rebasa determinado límite; por otro lado, la reiterada acumulación de insignificantes conflictos entre comunidades suele acabar provocando un enfrentamiento de consecuencias imprevisibles; y por último, es reconfortante comprobar que todas las heridas pueden terminar cicatrizando… cuando logramos aguantar un cierto tiempo sin robarnos ovejas y ni grasa de ballena.

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